Tampoco es que he tenido muchas, tan solo dos a lo largo de mi existencia: una Raleigh que compartía con mi hermano mayor, y, años después, una Cannondale que terminé vendiendo pues casi no la usaba.

¿Y a qué se debe que les hable de esto?

Respuesta: a que comencé a leer una novela que me regaló una amiga en la pasada Navidad: Ladrones de bicicletas, del pintor y escritor italiano Luigi Bartolini (1892-1963).

Esta historia fue llevada al cine en 1948, bajo la dirección de Vittorio De Sica. Fue estrenada el 24 de noviembre de ese año en Italia.

Apenas empiezo a devorarla. Voy por la página 17 de un total de 182 de una edición publicada por la casa española Sajalín editores.

Ya les contaré de qué trata este relato que arranca con el robo de una bicicleta. Por ahora me limito a compartir con ustedes una breve historia de los tres robos que he sufrido en mi vida.

El primero de ellos tuvo lugar en Liberia, Guanacaste. Un carajillo demasiado vivo nos robó a mis hermanos y a mí, demasiado ingenuos a finales de los años sesenta, la primera bola de fútbol que tuvimos.

Fue un tío materno quien nos regaló aquel balón de cuero que nos arrebató un pequeño ratero al que perdimos de vista entre las tucas de un aserradero. Afortunadamente no medió la violencia.

El segundo, y que más me ha dolido, tuvo lugar en 1978: dos tipos armados con puñales me despojaron del reloj Nivada que me había obsequiado mi padre el año anterior debido a las buenas calificaciones que había obtenido en cuarto año del colegio.

Sucedió en San Pedro de Montes de Oca, sobre la línea del tren que comunica a Barrio Escalante con la Universidad de Costa Rica.

Viví esa amarga experiencia por agarrado, pues preferí caminar hasta casa en lugar de pagar el pasaje de bus. Afortunadamente los asaltantes se limitaron a dormirme con un candado chino que me cortó la respiración.

El tercero ocurrió en San Ramón de Alajuela, un 30 de agosto de no recuerdo cuál año, pero no ha transcurrido más de una década desde entonces.

Allí me encontraba yo tomando fotos de la famosa celebración la Entrada de los Santos en la parroquia de esa comunidad de poetas. Tan concentrado estaba que no me percaté en qué momento alguien -obviamente no era un santo- me sacó la billetera de una de las bolsas delanteras del pantalón.

De haber leído en ese entonces Ladrones de bicicletas, en vez de acudir a la policía habría tratado de buscar pistas en bares y cantinas pues según el protagonista de este libro “los taberneros conocen a los ladrones uno a uno”.

En honor a la verdad, también me han robado el corazón en varias ocasiones. Sin embargo, he tenido la suerte de recuperarlo -aunque un poco maltratado- en distintas casas de empeño donde, por cierto, abundan las bicicletas…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote