Sí, este libro, Infancia, habla de la niñez del escritor J. M. Coetzee (1940), premio Nobel de Literatura 2003, pero también de la mía y posiblemente de la suya.

Es una obra en la que la inocencia y la violencia, lo que se dice y lo que se calla, y lo que se comprende y lo que es misterio, se mecen en el mismo columpio.

Y en ese vaivén de recuerdos, ese mecerse de la memoria, veemos (así con doble e, porque es ver y leer) episodios de los primeros años de vida de ese autor que nació y creció en Sudáfrica y se nacionalizó australiano en el 2006.

En las páginas de Infancia, publicada por primera vez en 1997, rueda la bicicleta negra de la madre, quien tuvo que aprender sola a mantener el equilibrio y pedalear porque “las mujeres no montan en bicicleta”, decía su esposo.

Viajo a mi infancia en Guanacaste y recuerdo que precisamente fue en las bicicletas de dos mujeres que aprendí a montar en ese vehículo: la de Sara Mendoza, en Sardinal, y en la de Lizbeth Villalobos, en Filadelfia. Ambas me enseñaron, fueron pacientes y generosas maestras.

En las remembranzas de John Maxwell Coetzee aparecen las varas con que los maestros golpeaban a los alumnos desobedientes. En algunos casos eran “palizas”, afirma el escritor.

Imposible no evocar los punteros de madera que usaban las maestras de la escuela Jorge Washington, en San Ramón de Alajuela. Una vez me quebraron una en las nalgas pero no me dolió.

En Infancia están también los ríos y el mar. A Coetzee le gustaba más el gigante de agua sala que las serpientes de agua dulce.

A mí también. En mi niñez disfruté de muchos ríos, pero el mar es el mar.

Sí, este libro habla de la infancia de J. M. Coetzee, pero también de la mía y posiblemente de la suya.

JDGM