Fue Antonia, la sobrina de Alonso Quijano, quien descubrió la breve carta en la que Sancho Panza reconocía haberse robado el capítulo LXXIV de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Lo que no se sabe es quién le ayudó al escudero del Caballero de la Triste Figura a redactar esas pocas líneas con una caligrafía y una ortografía que dan gusto; descartada, por lo tanto, su esposa Teresa.


En la nota aquel labriego “de muy poca sal en la mollera” —como dice el capítulo VII de esta novela de Miguel de Cervantes— ofrecía disculpas por el hurto de las últimas páginas de la obra donde se relatan las aventuras de quien fue su amo y señor a lo largo de tantos episodios que tuvieron como objetivo “desfacer entuertos”.

“No hay duda del móvil”, dijo el bachiller Sansón Carrasco, y agregó: “Sancho no soporta la idea de vivir sin don Quijote”.


—Sin don Alonso Quijano, querrá usted decir —intervino la sobrina.

—Se equivoca usted muy señora mía -replicó el bachiller-. Es al personaje de ficción a quien Sancho echa de menos; no al hombre real.

—Hasta donde yo sé —dijo el barbero— todos los aquí presentes somos personajes de ficción, no personas reales.

—Señora y señores —medió el cura— por favor no nos compliquemos con esa discusión interminable entre ficción y realidad. No perdamos de vista el problema principal: encontrar al escudero y convencerlo de que devuelva el referido capítulo LXXIV, donde muere don Quijote o don Alonso Quijano, eso no importa, para que no solo se cumpla la literaria voluntad de Cervantes sino la soberana voluntad de Dios quien decretó que todos hemos de morir.

—Con su permiso señor cura —dijo la sobrina—, es razonable que las personas reales mueran, pero ¿han de hacerlo también los personajes literarios? Digo, en última instancia Alonso Quijano, de haber sido real, podría permanecer muerto, pero don Quijote vivo.

—¡Dios mío, Dios mío! —respondió el cura luego de persignarse—, ¿qué sentido tiene que nos enredemos en esta madeja sin fin. Estas son cosas que solo Dios sabe.

—Y los escritores —provocó el bachiller, pero el cura no mordió el anzuelo.

—De acuerdo. Vamos a enfocarnos en la búsqueda de Sancho, pues lo importante es que mi tío pueda descansar de nuevo. El pobre acaba de aparecer en el capítulo LXXIII, donde regresa a su aldea, y está confundido.

—Como lo estaría Lázaro cuando lo resucitó el Señor —dijo el barbero y aquí el cura sí se tragó el señuelo.

—Mucho cuidado con lo que dice. ¡Los milagros del Señor son para claridad, no para confusión!

—Señores —manifestó, molesta, la sobrina— estamos perdiendo tiempo valioso. Tenemos que organizarnos para encontrar a Sancho.


El resto del día se la pasaron discutiendo sobre dónde buscar al escudero de don Quijote. Cuando ya anochecía el bachiller Sansón Carrasco tuvo una idea que a todos pareció genial. “Entonces no se hable más, ¡manos a la obra!”, concluyó Antonia y todos partieron a cumplir con su parte del acuerdo.


JDGM