Según yo:

Muchos años después, frente al presón y el atascamiento, el chofer Alcarajo el buen día había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a soñar con el progreso. Ticondo era entonces una aldea de calles para yuntas de bueyes y carretones de lecheros construidas entre caños de aguas turbias que se precipitaban por un lecho de bolsas plásticas, envases y demás desechos de consumidores prehistéricos. El tráfico era tan creciente, que muchas rutas carecían de escape, y para enfrentarlas había que armarse de paciencia. Todos los años, por el mes de marzo, las vías colapsaban por la entrada a clases, un grande alboroto de pitos y motores anunciaban los viejos tormentos. Pero llegó el coronavirus. Un gigante corpulento, de tentáculos mortales y manos de matón, que se presentó con el nombre de Pandemia, hizo una truculenta demostración pública de lo que los médicos y economistas llamaban una crisis profunda. Fue de país en país asolando incluso a los gringotes, y todo el mundo se espantó al ver que los gobiernos, empresas, bancos y hospitales se caían de su sitio, y las aerolíneas crujían por la desesperación del confinamiento, y los valores perdidos desde hacía mucho tiempo (como la solidaridad, la empatía y la generosidad) aparecían por donde más se les había buscado.

Según Gabriel García Márquez:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El  mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daba a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado”.

JDGM