Me gusta adquirir libros ilustrados porque al pagar en las cajas de las librerías estoy comprando, en realidad, dos obras en una: la que escribió el autor con palabras y la que plasmó el artista con trazos.

Sí, porque una es la historia que nos cuenta el escritor haciendo uso del idioma y otra, muy diferente, la que nos narra el ilustrador por medio de formas y colores.

Uno se forma una idea de los relatos leyendo frases, oraciones y párrafos tejidos con vocales, consonantes y demás signos ortográficos. Sin embargo, puede descubrir o imaginar, si observa con atención, un escrito distinto en las páginas ocupadas por dibujos, grabados o acuarelas.

Sucede así porque afortunadamente los artistas plásticos -rebeldes e indómitos por naturaleza- no se apegan estricta y exclusivamente a lo que dicen los cuentos, poemas o novelas, sino que interpretan lo leído y nos ofrecen su propia versión de los hechos, personajes, diálogos o ambientes.

Prueba de ello son, por ejemplo, las muy diversas versiones y representaciones pictóricas inspiradas en la batalla de don Quijote de la Mancha contra los molinos de viento del campo de Montiel. Cada artista recrea ese famoso episodio de una manera muy particular, en la que entran en juego factores como formación, influencias, visión de mundo y vida, gustos y creatividad.

Así pues, las ilustraciones de los libros no son 100% textuales, adheridas por completo a los textos; responden más bien, y para beneficio de los lectores, a la fascinante, bendita y misteriosa fantasía, intuición y agudeza de los artistas plásticos.

Por eso disfruto tanto la doble lectura del libro “Azul”, del nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), publicada por la editorial española Alma.

En esta hermosa edición que adquirí el pasado 3 de julio tengo acceso a los cuentos y poemas publicados por primera vez el 30 de julio de 1888, y a las historias que me sugieren las ilustraciones de la chilena Luisa Rivera.

Para muestra un botón: una cosa es lo que dice el poema titulado Walt Whitman, escrito por Darío, y otra muy distinta la que expresa la acuarela pintada por Rivera y que ilustra esta nota.

Los dejo en compañía del poema para que hagan la prueba (se vale no estar de acuerdo, pues los lectores no poseemos la misma mirada ni estamos atados a una única interpretación):

En su país de hierro vive el gran viejo,

bello como un patriarca, sereno y santo.

Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo

algo que impera y vence con noble encanto.

Su alma del infinito parece espejo;

son sus cansados hombros dignos del manto;

y con arpa labrada de un roble añejo

como un profeta nuevo canta su canto.

Sacerdote, que alienta soplo divino,

anuncia en el futuro, tiempo mejor.

Dice el águila: «¡Vuela!», «¡Boga!», al marino,

y «¡Trabaja!», al robusto trabajador.

¡Así va ese poeta por su camino

con su soberbio rostro de emperador!

JDGM