De vez en cuando a mi tata se le antojaba, en sus años de adolescente, tener acceso a un poco de terror nocturno en aras de mezclar el sueño con el miedo.

En aquellos años no existía la televisión en Costa Rica, por lo que ninguna familia podía ver en su casa las películas de terror que se proyectaban en el cine mudo.

Lo que si había en este terruño eran libros, algunos de los cuales contenían historias capaces de perturbar a los muchachos cuando todas las luces se apagaban.

Sin embargo, mi viejo no tenía acceso a ese tipo de literatura, pues el dinero que la abuela Tillita ganaba como educadora apenas alcanzaba para cubrir las necesidades básicas.

Así las cosas, mi papá echaba mano a la lectura del último libro de la Biblia: El Apocalipsis, de San Juan.

Equipado con un foco y escondido debajo de las cobijas leía las imágenes grotescas de ese texto: “ojos como llama de fuego”, criaturas llenas de ojos por dentro y por fuera, y un caballo amarillo montado por Muerte.

Además, hombres que mueren por beber aguas amargas, langostas con coronas de oro y rostros humanos, y caballos cuyas colas eran cabezas de serpientes.

Figuras, todas ellas y muchas más, propias de la literatura apocalíptica que se escribe en clave para que solo la entiendan algunos.

¡Cómo no iba a asustarse mi tata!

Estoy seguro de que a mi padre le habría gustado leer, en aquellos años, el libro La vieja señora Jones y otros cuentos de fantasmas, escrito por la irlandesa Charlotte Riddell (1832-1906).

Se trata de los relatos Hombre prevenido vale por dos, La Casa de los Nogales, Sandy el calderero, La puerta abierta, La Granja de los Avellanos, La vieja señora Jones, La última vez que se vio al señor Ennismore y Conn Kiltrea.

Todos ellos respondían al tipo de narraciones que se leían en los hogares británicos del siglo XIX, una tarea que por lo general recaía en un lector capaz de envolver las palabras pronunciadas con la bruma del misterio; voces privilegiadas que erizaban los vellos de los oyentes.

Sí, el placer de experimentar el miedo. Y para lograr el objetivo era necesario dotar de veracidad los cuentos.

Por ejemplo, Sandy el calderero comienza así: “Antes de empezar mi historia, quisiera precisar que es completamente cierta, hasta el último detalle”.

O La última vez que se vio al señor de Ennismore: “¿Que si lo vi con mis propios ojos? No, señor; lo que se dice verlo, no lo vi, como tampoco lo vio mi padre antes que yo, ni su padre antes que él… Pero es verdad a pesar de todo”.

Me gusta imaginar los ambientes en los que se leían esas historias: salas iluminadas con candelas, rostros sombríos, pisos crujientes, gatos negros y una corriente de aire que helaba las espaldas.

Dentro de unas horas, ya acostado, voy a leer uno de esos cuentos, no El Apocalipsis.

Mañana les cuento cómo pasé la noche… Si no me comunico con ustedes, no me busquen…

JDGM