Hola, ¿qué tal? Hacía muchos días que quería decirle algo, pero no me animaba a hacerlo pues tenía miedo de que no se le prestara atención a un libro que habla; sí que abre sus labios de papel y tinta y, además, comparte un mensaje en representación de todos los libros olvidados.

No me refiero a ese volumen que quizá reposa en su mesita de noche y que usted lee de cuando en cuando.

Tampoco al ejemplar que viaja en la guantera de su carro y que es leído aunque sea cada muerte de obispo.

Mucho menos estoy hablando de la novela que vive a oscuras en el fondo de su mochila, pero ve la luz de lectura al menos una vez al mes.

No tengo en mente la antología de cuentos que duerme el sueño de los justos sobre la mesa de la sala y que ocasionalmente alguna visita abre y lee aunque sea por pocos minutos.

¿Qué dice usted? ¿Qué si se trata del poemario que le prestó hace tres años a una compañera de trabajo? ¡Tampoco! Y es que, aunque usted no lo crea, ese exinquilino de su biblioteca (digo ex porque la verdad es que no regresará a su anterior domicilio; ya sabemos lo que sucede con las obras editoriales que se prestan…) es más leído que los editoriales de los periódicos.

Cuando hablo de libros olvidados, me refiero a esos volúmenes que fueron comprados con bombos y platillos en las librerías, mas nunca, lo que se llama NUNCA, fueron abiertos.

A lo sumo, los sacaron de las bolsas en que los empacaron y de los forros de plástico que los apretaban como camisa de fuerza, los colocaron en algún rincón de la casa u oficina y los olvidaron por completo.

Textos a los que solo les han leído el título, el nombre del autor y la firma editorial. ¡Nada más! Ni siquiera el índice. Tampoco el prólogo. Mucho menos el primer capítulo.

Sí, libros vírgenes pues ningún lector ha gozado con ellos en la intimidad. Nadie los ha desnudado del polvo y telarañas que ya los cubren, explorado sus pieles con ojos y dedos, y saboreado sus secretos y manjares más recónditos.

¿Quiere qué le diga algo más? Sí, soy yo, el libro con voz, quien le sigue hablando a usted, estimado lector. Lo que me interesa agregar es el hecho de que el olvido es la peor y más dolorosa enfermedad que padecemos los hijos de las imprentas.

Nada más triste para un libro que nacer con la esperanza de ser leído, masticado, engullido, ¡devorado! y percatarse de pronto de que no va a pasar de ser un simple objeto de consumo que se adquirió de manera compulsiva y se condenó al olvido.

¡Ese es el coronavirus de los textos! ¡Esa es la pandemia de los ejemplares! ¡Esa es la peor muerte de las obras editoriales!

Pero no solo los libros olvidados pagamos las consecuencias. Los lectores distraídos también sufren las secuelas de este cruel proceder, ya que se están privando de pasarla bien, disfrutar, gozar, aprender, reflexionar, crecer en la buena compañía de un amigo de papel y tinta.

¿Qué le parece si revisa su casa en busca de uno o varios libros olvidados y se decide a leerlos de una vez por todas? ¿No le parece un acto de insensatez comprar más biografías, ensayos, textos de historia, ejemplares de autoayuda, etcétera, cuando ni siquiera ha empezado a leer las obras que tiene en el estante?

¿Quién, en su sano juicio, llena el tanque de gasolina de un auto que nunca usa? ¿Quién, haciendo uso de su razón, compra más arroz del que puede consumir? ¿Quién, persona sensata, adquiere blusas o camisas que no piensa usar?

Háganos este favor. Hágase este favor. ¡Anímese a leer de una vez por todas esos libros olvidados que hay en su casa! Todos, usted y nosotros, saldremos ganando.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote