Recuerdo la primera vez que leí la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (1927-2014).

En ese entonces vivía, con mis padres y hermanos, en una casa de alto ubicada a pocos metros del campus de la Universidad de Costa Rica en San Pedro de Montes de Oca; una residencia que tenía una vista envidiable al volcán Irazú.

Apoyado en una mesa de dibujo de mi hermano mayor, Frank, leía un párrafo y hacía una pausa para masticar las palabras escritas por el premio Nobel de Literatura 1982 y observar al coloso de 3.432 metros.

Sí: libro-pausa-volcán… libro-pausa-volcán… libro-pausa-volcán…

Así me la pasé la tarde entera de un sábado de finales de la década de los años ochenta.

Fue amor a primera vista. Flechado por el cupido de las letras desde las primeras dos líneas: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Luego la descripción de Macondo… veinte casas de barro… un río con piedras enormes como huevos prehistóricos… los espectáculos de una familia de gitanos… Melquíades… y, ¡por supuesto!, los Buendía, primero José Arcadio, un hombre desaforada imaginación…

En algún momento de la lectura tropecé con una oración, no recuerdo cuál, que me conmovió, me sacudió de pies a cabeza, debido a la maestría con que García Márquez tejió los vocablos para describir una escena de gran belleza.

Lloré de manera espontánea. No pude contener las lágrimas que brotaron producto de mi emoción. Llanto de alegría tras ser sorprendido por el arte con mis defensas bajas.

Fue un momento mágico, una erupción intensa de la que fue testigo el Irazú.

Varios días y páginas después volví a llorar al conocer a Mauricio Babilonia, aquel mecánico perdidamente enamorado de Meme y a quien siempre rodeaba una nube de mariposas amarillas. ¿Cómo es posible que a alguien se le ocurra inventar a un personaje así?, me preguntaba emocionado.

Desde entonces, otros libros me han hecho llorar de alegría, ¡la emoción de celebrar todo lo que las palabras son capaces de construir y comunicar!

He llorado con Zorba, el griego, de Kazantzakis; El viejo y el mar, de Hemingway; El castillo, de Kafka; Gringo viejo, de Fuentes; La tregua, de Benedetti; Mi madrina, de Calufa; La ruta de su evasión, de Oreamuno; Juan Varela, de Herrera; Cuentos de angustias y paisajes, de Salazar; Reloj sin manecillas, de McCullers; El llano en llamas, de Rulfo…

Lo mismo me ha pasado con poemas de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Octavio Paz, Oliverio Girondo, Fernando Pessoa, Francisco Amighetti…

El llanto literario, al menos en mi experiencia, no es producido por la tristeza, sino por la alegría incontenible de ser abrazado por la palabra.

¡Vale la pena llorar sobre las páginas! Es un llanto dulce y delicioso. Los libros comprenden…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote