La magia que mece al guayabo
Un suceso, que hoy dejó de ser misterioso, tiene lugar cada 25 de diciembre en el jardín de la casa en que vivo desde el 16 de setiembre del 2018: todas las plantas permanecen quietas, menos uno de los árboles.
Inmóviles el romero, la cala, el zacate limón, el rosal, el güitite, la parra, las chinas, la guaria, el jade, el orégano, el bambú, la yerbabuena, el tiquisque y el césped.
Estáticas (como columna del Partenón). Petrificadas (como secuollas del Yellowstone). Inertes (como la estatua de sal en que se convirtió la mujer de Lot).
Sin embargo, el guayabo sí se mece. Solo él. Única y exclusivamente.
He sido testigo de ello en las navidades del 2018 y 2019, cuando aún no entendía qué era lo que pasaba, y también en la de este 2020, en la que finalmente se aclaró el acertijo.
Por momentos se mueve solo la copa del guayabo, como si ese hijo de la tierra estuviera roncando. A ratos se agita con fuerza y me recuerda a mi perro sacudiéndose el agua después del baño.
A veces parece que está bailando un vals con el viento. O quizá un bolero con el colibrí. Quienquita y sea un tango con la garúa. ¿Y por qué no una balada con las mariposas?
Pero no, no es nada de eso. Hoy descubrí, entre las nueve y las once de la mañana, el origen tanto de la inmovilidad de las plantas como de la movilidad del guayabo.
Ocurrió cuando decidí dejar que mi niño interior saliera a jugar al jardín con su juguete preferido: la imaginación…











Fin.
Cuento dedicado a mi madre: Elizabeth Muñoz Madriz.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote
(Foto tomada el 4 de febrero de 1967)
Tierno. Sensible. Lleno de emoción.
Hermoso, Mi imaginación también voló .
¡Precioso! Muchas gracias