Me refiero al personaje principal de la novela La versión de Barney, escrita por el canadiense Mordecai Richler (1931-2001).

Ese fumador de puros y bebedor de whisky olvidó, a la edad de 67 años, el nombre de uno de los tantos utensilios de cocina.

Ocurrió una noche, justo cuando estaba a punto de conciliar el sueño en su casa ubicada en Montreal.

“Es algo que he utilizado miles de veces. Lo visualizo con toda claridad, pero no puedo recordar cómo demonios se llama el maldito cacharro”, se dijo quien alguna vez vivió en París con la intención de convertirse en escritor.

La búsqueda de esa palabra obsesionó a Barney, pero no tenía ganas de levantarse a revisar los libros de cocina que le dejó su expareja cuando se marchó.

Sin embargo, después de mucho rastrear ese vocablo en vano, no le quedó más que abandonar la cama, ponerse una bata e ir a la cocina.

A esa hora, las tres de la madrugada, revolcó las gavetas y dijo los nombres de todo lo que encontró: abrelatas, cucharón sopero, espátula…

Halló también el utensilio que lo tenía desvelado, mas no recordó el nombre.

A las 12:45 p.m. de ese día empuñó el misterioso objeto, pero nada de nada. Quizá el vocablo estaría escondido en algún rincón del laberinto de la memoria.

Casi de inmediato llamó por teléfono a su hijo Mike, quien residía en Londres y por lo tanto aún dormía.

“… tengo un pequeño problema. ¿Cómo llamas al trasto ese con el que se pasan los espaguetis?”, le preguntó al hijo, quien contestó con una interrogante: “¿Te refieres a un colador?” Reacción de Barney: “Pues claro que me refiero a un colador. Lo tenía en la punta de la lengua. Estaba a punto de decirlo”.

¡Fin de la obsesión!

Por supuesto que esa no es la trama de fondo de esta novela (uno de estos días les contaré de qué trata), sino una anécdota relatada por Mordecai Richler para darnos una idea de la personalidad del protagonista de este libro publicado por la editorial sextopiso (España).

Decidí compartir ese episodio pues, la verdad sea dicha, me identifico plenamente con esa obsesión por recordar una palabra.

Lo digo en serio: me cuesta concentrarme o dormir si no logro dar con un término huidizo, un nombre escurridizo o un título resbaladizo.

A la hora que sea recurro al diccionario de sinónimos, repaso en mi mente las letras del abecedario con las esperanza de que alguna de ellas arroje un indicio, consulto al sabelotodo de Google y, si la hora es razonable, llamo por teléfono a quien supongo puede ayudarme.

¡Qué alivio cuando el vocablo en cuestión por fin aparece!

Pequeños episodios que registra la literatura, pequeñas experiencias de la vida cotidiana que dicen mucho sobre los otros, sobre nosotros y, por ende, nos ayudan a conocernos mejor.

¡Es tanto lo que dice lo aparentemente insignificante!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote