Papá ya no está como solía estar, pero lo leo. Lo sigo leyendo. Me deleito leyéndolo. Es un libro de la biblioteca de mi memoria. Un volumen importante y valioso que todos los días saco del anaquel de mis textos favoritos y recorro despacio cada una de sus palabras; más que leer, deletreo, bebo el jugo sabor a naranja -su fruta predilecta- de las vocales y el sirope de los copos -su antojo recurrente cada vez que iba a la playa- de las consonantes; los signos de puntuación, en tanto, huelen a maní con cáscara. A mi tata hay que leerlo así, con calma, sin prisas ni urgencias, sin estar pendiente del reloj ni de las campanadas de la iglesia. Así como era él, un hombre sereno, pausado, un remanso de río. El viejo no era un torbellino, sino una brisa leve, la respiración de la Luna cuando duerme, un suspiro de llovizna, el sutil aleteo de una mariposa que saborea el néctar de la lentitud. Me hace gracia alzar ese volumen pues es grueso y pesado, en contraste con mi padre que era flaco como don Quijote; cuando alguien le decía que lo veía más repuesto, alentado, él respondía: “Fijate que en el último año aumenté tres gramos”. Él era liviano, como la hoja seca que cae del guayabo del jardín, pero sus remembranzas pesan. Cada vez que ese ejemplar lleno de historias de casi 82 años se cae del estante, mi cabeza retumba y percibo el olor de la capa de polvo que alza vuelo en el piso de mi cerebro; a veces alcanzo a escuchar la carrera de una araña asustada. ¡Hay tanto y tan bueno que leer en ese libro! No lo leo en orden; cuando de ese maravilloso texto se trata, permito que todo fluya, que sea la obra editorial quien me indique dónde leer. Y leo, río, gozo, canto, silbo, lloro, callo, aplaudo… ¡me siento vivo! ¡Lleno de vida! Y agradecido, sumamente agradecido de que mi papá sea ahora un libro que me acompaña en todo momento y que puedo leer mientras desayuno, me rasuro, camino por el barrio, contemplo una puesta de Sol, camino por el jardín, cargo una pluma con tinta, abrazo a mi madre, converso con alguno de mis hermanos, acaricio el lomo de Gofio (mi perro), me corto el pelo (pues ahora soy mi barbero) o escucho música. A veces pienso que el cielo debe ser una enorme biblioteca y la eternidad un libro que nunca se termina de escribir y leer. ¡Las cosas que me hace pensar mi viejo!

JDGM