Primero

Los libros que voy a donarle a la Biblioteca Nacional para que los distribuya en varias regiones del país. El sábado pasado comencé a seleccionarlos y empacarlos en las cajas de cartón en que los entregaré personalmente en el edificio ubicado frente al costado norte del Parque Nacional.
Me entusiasma la idea de compartir una parte de mis ejemplares con bibliotecas que no conozco, las cuales los pondrán al alcance de lectores que tampoco conozco pero a los cuales me sentiré unido por medio del hermoso vínculo de la lectura.
De esta manera viajaré a varios rincones de Costa Rica en tiempos de pandemia. En este formato de papel y tinta no tengo que preocuparme por guardar la distancia social ni utilizar cubre bocas. Los libros están por encima de muchas circunstancias adversas de la vida.

Segundo

Los volúmenes que voy a regalar para un programa que busca fomentar la lectura entre los niños de Talamanca. Ya empecé a elegirlos y créanme que me hace muy feliz participar en un proyecto tan visionario y humano. Eso es lo que necesitamos en este país: pequeñas pero grandes acciones concretas que fomenten y estimulen la lectura, el aprendizaje y el desarrollo personal. Pasos firmes en el camino hacia la equidad y la inclusión.
Me alegra saber que más que productos editoriales, la infancia de esa región costarricense está recibiendo pasaportes literarios que le permitirá ampliar horizontes, conocer otras culturas, entrar en contacto con seres humanos de otras épocas y latitudes.
En los años 80 y 90 visité esa zona por motivos periodísticos; regresaré ahora, más de veinte años después, a través de la piel y el alma de múltiples textos.

Tercero

Los ejemplares que estoy dispuesto a venderle a negocios que comercian libros usados. Ya he vendido más de seiscientos y estoy seguro de que serán muchos más, pues, como dije semanas atrás en esta página, estoy dispuesto a desprenderme no solo de una buena cantidad de inquilinos de los estantes, sino también de otras pertenencias pues quiero viajar más liviano por la vida.
Hace algunos días me deshice de la mayor parte de mi colección de discos compactos. ¿Para qué acumular tantos de estos objetos con música cuando contamos con aplicaciones digitales que ponen todo un universo de intérpretes al alcance de un clic?
Asimismo, he enviado al reciclaje papeles y documentos que, en honor a la verdad, ya no necesito. Y sí, paulatinamente, me siento más liviano, menos atado a lo material. ¡Una maravilla!

Cuarto

Los libros que pienso conservar hasta que la muerte nos separe y que tarde o temprano pasarán a manos de seres queridos (familiares, parientes, amigos).
Entre ellos se encuentran obras que heredé de mi padre, muchas de ellas adquiridas por mi viejo en la desaparecida Librería Macondo que funcionó por años frente a la entrada principal de la Universidad de Costa Rica en San Pedro de Montes de Oca. Mi tata se los compró al mítico librero argentino Dante Polimeni.
También textos que me han regalado amistades como Carlos Cortés, Martín Dinatale, Yanancy Noguera y Antonieta Chaverri, por mencionar solo algunos nombres.
Asimismo, historias de Julio Cortázar, John Steinbeck, Albert Camus, Elena Poniatowska, Carmen Lyra, Eunice Odio, Carlos Luis Fallas, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Henry Miller, Thomas Mann, Fabián Dobles, Yolanda Oreamuno, Manuel González Zeledón, Carlos Salazar Herrera, Julia Navarro, Franz Kafka, James Joyce, Virginia Woolf, Irène Némirovsky, Mircea Cărtărescu, Leonardo Padura, Sergio Ramírez, Pablo Antonio Cuadra, Aldous Huxley y muy diversos etcéteras.

Esos son los cuatro rostros que tiene mi biblioteca en estos días. Qué bueno que así sea, pues al fin y al cabo las colecciones de libros son seres vivos, organismos en constante transformación y que si no se mantienen en movimiento se llenan de hongos, polvo, humedad e insectos que devoran las palabras.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote