Iba a empezar diciendo que el niño llegó a casa.

Sin embargo, y en honor a la verdad, aquel rompecabezas de desechos no era una vivienda sino un tugurio armado con latas de zinc oxidadas y con viejos hoyos de clavos, tablas que bien merecían estar disfrutando de la jubilación, cartones agrietados por el sol y la lluvia, y trozos de plástico con complejo de ventana.

Ahí fue donde llegó el niño de unos ocho años.

–Hijo -manifestó la mamá, una mujer de veinticinco años que aparentaba más de cincuenta-, te noto preocupado. ¿Pasa algo?
–No mamá, todo está bien -respondió mientras se cambiaba su único uniforme de escuela para que no hubiera necesidad de lavarlo durante la semana lectiva.
–¿Qué pasa mi amor? Cuénteme, para eso está mamá. ¿La maestra pidió plata?
–No, pero sí nos dijo que tenemos que ir preparando el farol para el desfile del 14 de setiembre.
–¿Y eso te preocupa? -preguntó la mamá al tiempo que planchaba ropa ajena.
–Sí, porque yo sé que no tenemos plata. Anoche te oí rezándole a Dios para que nos regale comida. ¿Por qué siempre tienen que estar pidiendo cosas en la escuela? ¿Qué es, que piensan que tenemos un árbol de dinero?
–Tranquilo hijo. Todo tiene solución en esta vida.
–Yo prefiero que haya pan para el desayuno en vez de un farol para el desfile.
–No te preocupés mi vida. Mamá se encarga con la ayuda de Dios.

Faltaban dos semanas para la conmemoración del 14 de setiembre y el niño nada que veía en el rancho algo parecido a un farol.

El propio 14 su mamá le dijo, antes de que se fuera a la escuela, que recordara regresar temprano a casa para alistarse para el desfile.

Carlitos escuchó a sus compañeros hablando de los faroles que sus padres y madres les habían ayudado a hacer: casitas típicas, antorchas, las franjas de la bandera, carretas, iglesias, mariposas…

–¿Y el tuyo cómo es? -le preguntaron al niño del tugurio.
–Ahhhhh, es sorpresa -acató a responder cuando en realidad pensaba que al día siguiente mentiría diciendo que faltó al desfile porque le dolía el estómago.

Llegó triste al rancho, más triste que el perro flaco del vecino.

–Hola hijo, ¿cómo te fue?
–Bien -contestó con desgano.
–¿Listo para el desfile de esta noche?
–No voy a ir, me duele el estómago.
–Hijo, no tiene porqué mentir, ya está listo el farol.
–Ah sí, dónde, porque no lo veo, pero la verdad no importa, prefiero que haya pan.
–Ahí está -expresó la mamá y señaló una esquina del tugurio.
–Ese es el palo de la escoba. Mamá, un farol tiene luz.
–Por supuesto, es que el resto del farol está afuera esperándote.
–Mamá, no se burle de mí -dijo Carlitos con un nudo en la garganta.
–Jamás haría eso. Vamos para que vea que es cierto.

El niño salió, pero no veía nada.

–¿Dónde está el farol?
–¿No lo ves?
–No veo nada.
–¿Y la Luna?
–Sí, pero la Luna no es un farol.
–Claro que sí. Si tomas el palo de la escoba y lo colocas justo debajo de la Luna, va a parecer que ese es tu farol. ¡Un farol de lujo! ¡El mejor farol de la noche!

Carlitos hizo tal como le había dicho su mamá y su farol fue declarado como el más original del desfile.

(Historia basada en un sueño que tuve hace unos quince o veinte años, y que recordé hoy cuando tropecé con la imagen que acompaña a este texto).

JDGM