¿Qué uso puedo darle a esas fichas de varios colores?, me pregunté el fin de semana pasado cuando descubrí un paquete con cien piezas de cartulina rectangulares.

Pensé primero en la posibilidad de utilizarlas para escribir en ellas historias breves.

Luego valoré la idea de anotar reflexiones, temas en los que medito mientras veo una película, leo los periódicos, escucho una entrevista o bebo un café mientras llueve.

Se me ocurrió también emplearlas para hacer ejercicios de caligrafía tendientes a mejorar la calidad de mi letra. A veces escribo con trazos legibles, pero en ocasiones aflora la vocación jeroglífica.

Probar suerte con el libro de origami o papiroflexia que tengo en casa fue otro de los usos que sopesé.

“Serían muy útiles”, me dije, “para escribir en ellas tareas y proyectos pendientes que podría tener a la vista en la puerta del refrigerador, en donde sostendría la ficha con el imán que contiene aquella cita de Sherlock Holmes que tanto me gusta: “No hay nada más engañoso que un hecho evidente”.

De repente surgió otra idea: utilizarlas como marcadores de lectura, sea cortándolas en tiras con las tijeras o bien doblándolas; sea como sea, cumplirían un doble propósito: señalar las páginas donde debo retomar mis lecturas y anotar en ellas detalles que enriquecen mi experiencia como lector.

Un marcador muy bonito o elegante es una especie de adorno entre las hojas de un libro, pero uno sencillo y con renglones es de gran utilidad para quienes tenemos el hábito de tomar notas.

Ahora tengo una pequeña y modesta fábrica casera de producción de marcadores multiuso.

JDGM