Hay días en los que decido poner al móvil en su lugar: recordarle que no es él quien administra mi tiempo, sino que soy yo el encargado de manejar mi agenda de prioridades.

No solo decido hacerlo, lo necesito pues de lo contrario corro el riesgo de que ese maravilloso dispositivo se convierta en un tirano que me controle a su entero y caprichoso antojo.

Así lo hago, por ejemplo, cuando decido no atender llamadas -a menos que sean de mi familia- durante mis placenteros ratos de lectura. Disfruto llevar las riendas mientras cabalgo por las sabanas y los collados de la palabra escrita.

Máxime cuando entre el libro y yo se establece una conexión directa. Esos mágicos instantes en que me dejo seducir y embelesar por algún texto que me dice algo importante respecto a mis inquietudes, sueños, temores, preguntas, búsquedas existenciales.

En esos momentos no permito que don iPhone me interrumpa. Si no lo pongo a raya, se abusa, lo cual me choca pues es un personaje mal educado que me grita y patalea; un berrinchoso de primera, una especie de millennial tecnológico (haciendo las justas excepciones del caso, que siempre las hay).

No vaya usted a pensar que ese señor que me cabe en el bolsillo de la camisa es un enemigo acérrimo de mi gusto por la lectura. A veces es un aliado, en especial cuando me alerta sobre alguna novedad literaria o me permite gozar de alguna novela o un cuento en la aplicación Libros o iBooks.

Sin embargo, hay ocasiones en las que tengo que pararme en seco y hablarle con firmeza: “No señor, así no son las cosas, está usted muy equivocado si cree que voy a renunciar, por sus caprichos, a El maravilloso mago de Oz (de L. Frank Baum), La vida cotidiana durante el estalinismo (de Sheila Fitzpatrick) o La memoria del tiempo (de José Luis Perales; sí, el cantautor español)”.

En caso de que se empecine en que yo me someta a su voluntad, opto por silenciarlo o, incluso, apagarlo. No obstante, he de reconocer que no siempre sufre un ataque de celos cuando me ve con un libro en la mano; hay ocasiones en las que actúa de manera sensata y civilizada.

Ayer, por ejemplo, puse al móvil en su lugar, lo cual me permitió avanzar notablemente -a lo largo del día y parte de la noche- en la lectura de cuatro libros; entre ellos, Arenas movedizas, del japonés Tanizaki Jun’ichirō (1886-1965).

Hay que hacerlo y no solo cuando de leer se trata…

JDGM

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