Sucede con cierta frecuencia que salgo de casa en busca de una cafetería en la cual sentarme a leer alguno de los dos o tres libros que cargo en mi mochila.

El factor silencio no influye en el proceso de selección de uno de esos locales, pues soy capaz de disfrutar de la lectura a pesar del ruido de voces, equipos de sonido y motores.

Lo que sí resulta determinante es encontrar un rincón con buena vista: una silla, un sillón, una banca o una mecedora desde la cual contemplar el entorno, ya sea el paisaje o a la gente (¡me gusta observar a las personas!).

Me he acostumbrado a hacer de la lectura un ejercicio en el que mi vista es un conejo inquieto que salta continuamente de la página a la ventana, la mesa vecina, algún pasillo y viceversa. Leo y veo.

La iluminación también es importante, sea natural o artificial.

Una vez instalado en algún rincón de la cafetería, ordeno alguna de mis bebidas favoritas y me siento a beber café y palabras.

Delicioso maridaje el del grano de oro y la literatura. Exquisita la mezcla del Tarrazú con una novela (ojalá de Franz Kafka); el Dota, con un cuento (en especial, de Julio Cortázar), o el Naranjo, con un poema (preferiblemente de Octavio Paz).

El café chorreado combina a la perfección con las líneas de Ana Istarú; el de prensa francesa, con los párrafos de Elena Poniatowska, y el de sifón, con las páginas de Edna O’Brien.

Soy capaz de devorar 50 hojas y tres cafés en uno de esos negocios.

¡Claro que me gusta leer en las cafeterías! Lo he hecho en muchas de ellas: la del Teatro Nacional, la del Teatro Melico Salazar, Spoon, Starbucks, Giacomin, Café Mercado Central, El tostador y todo un etcétera oloroso a cafetal cargado de granos maduros.

Sin embargo, esos locales son un arma de doble filo para este lector, ya que si bien me animan a sumergirme en las palabras, al mismo tiempo me exponen a una de las pocas razones por las cuales soy capaz de cerrar un libro: la tertulia espontánea con algún conocido.

En más de una ocasión Jorge le ha ganado la partida a don Quijote; Rocío, a Zorba el griego; Oscar, a Tina Modotti; Lucía, a Pedro Arnáez.

Y es que, en mi modesta opinión, la conversación de cafetería es un género literario. Hablar con otra persona, con un café negro de por medio, es leer varias historias, deleitarse con distintos relatos, pasar páginas con los oídos.

La tertulia olorosa a canasto y sombrero de recolector de cosechas, equivale a intercambiar ideas y vivencias con alguien que bien puede ser un personaje de novela o cuento. Es leer en vivo y a todo color.

Platicar es otra forma de leer porque en ese intercambio de palabras también vemos el mundo con otros ojos, exploramos la vida desde otros ángulos, nos acercamos a la realidad a través de diversas experiencias, ampliamos horizontes gracias a esos diálogos no de papel y tinta, sino de saliva y cuerda vocal.

Por una amena tertulia, con café incluido, me doy el lujo de cerrar el libro que estoy leyendo.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote