Pueden faltar las almohadas, pero no los libros…
Mi cama limita al sur con una pared blanca; al este, con una ventana; al oeste con un mueble de gavetas en el que guardo ropa, y al norte, con una mesa de noche sobre la que hay pocos objetos: una pequeña lámpara, un foco, un radio-despertador, un tapete tejido por mamá y una pila de libros.
Eso es, precisamente, lo que más me gusta de mi cuarto: el hecho de que un selecto grupo de amigos de papel y tinta están al alcance de mi mano. Están tan cerca de mí que me escuchan roncar, hablar dormido, girar sobre el colchón.
Me gusta tener libros junto a mi lecho, asegurarme de que alguna novela, una biografía, una antología de cuentos o un poemario será el primer objeto que palparé al despertar por la mañana y el último que tocaré antes de apagar la luz para dormir.
Dicho con otras palabras: disfrutar del placer de inaugurar y clausurar cada día con una lectura en la que invierto al menos media hora entre lunes y viernes, y de una a dos horas los sábados y domingos.
Leer acostado, gracias a la luz del sol que entra por la ventana, es mi desayuno favorito.
Leer acostado, gracias a la luz de la lámpara eléctrica, es mi más delicioso vaso de leche nocturno.
No solo eso. Si alguna noche soy víctima del desvelo o el insomnio, no tengo más que estirar la mano para encender la lámpara y asir un libro que me mantendrá alejado de la absurda costumbre de contar ovejas saltarinas.
Aún hay más… resulta que algunas noches despierto con ganas de hacer una escala técnica en el baño y mientras atravieso la cocina-comedor me percato de que tengo hambre o apetito de algún bocadillo literario. Es entonces cuando mi mesa de noche se convierte en oportuna despensa.
Están también las noches en las que simple y sencillamente gozo del placer de acariciar a oscuras las porosas y cálidas pieles de mis libros. Las yemas de mis dedos exploran, recorren, masajean, pellizcan, hacen cosquillas en los vientres, pechos, ombligos, espaldas y glúteos de papel.
Cuando me enfrento a un dilema o una decisión importante, no consulto con la almohada, sino con los personajes de los libros que tengo cerca. Es así como en más de una ocasión Mauricio Babilonia ha abandonado las páginas de Cien años de soledad, se ha sentado sobre la portada de ese libro en compañía de las mariposas amarillas que lo acompañan siempre, y ha entablado amena tertulia conmigo.
Es así como Zorba el griego me ha hecho reír, Gargantúa y Pantagruel me han ayudado a olvidar mis problemas, Tieta de Agreste me ha regalado sus besos de buenas noches, don Quijote y Sancho han compartido el pan y el vino, el Dr. Jekyll me ha permitido considerar otras perspectivas y Mi madrina, la de Calufa, me ha dejado llorar en su pecho.
Sí, en mi cuarto pueden faltar las almohadas, la cobija, el edredón y las sábanas, incluso el frasco de Cofal, ¡pero jamás los libros!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote