Conocí a don Quijote y Sancho en las vacaciones colegiales entre tercer y cuarto año; es decir, entre diciembre de 1976 y febrero de 1977.

Poco antes de salir de noveno, el profesor de Español, Rafael Eligio Rodríguez, nos avisó que en décimo tendríamos que leer la novela cumbre de Miguel de Cervantes.

Una voz, quizá la de algún ángel académico, me sugirió que aprovechara los tres meses de descanso para leer a Don Quijote de la Mancha.

Decidí hacerle caso a ese misterioso susurro y compartí ese deseo con mi madre, Elizabeth. Ni lerda ni perezosa, ella acudió de inmediato a una matrimonio amigo que tenía una edición de dos tomos.

Ambos ejemplares cargaban sobre sus lomos una importante cantidad de años. De la vejez de esos dos volúmenes hablaban las páginas color sepia y el olor a papel añejado en los anaqueles del tiempo.

No había empezado a leer las aventuras del Caballero de la Triste Figura cuando recibí la primera lección: “Recuerde que los libros prestados se devuelven y en perfecto estado”, me dijo mamá.

Aún me veo, en el monitor de mi memoria, abriendo aquellas obras con sumo cuidado, con la reverencia que embarga a los lectores que sospechamos que cada libro que cae en nuestras manos es un dios del Olimpo editorial.

Tal y como cuento en la introducción de mi libro En busca de Sancho (ingrese aquí a un video breve elaborado por mi hermano Frank), devoré los dos tomos “no con la urgencia del alumno que se atraganta con una materia que engulle por obligación académica, sino con la lentitud del comensal literario que descubre un manjar y se deleita lamiendo palabras, saboreando episodios, engullendo diálogos, satisfaciendo el hambre de mundo y vida”.

“Reí, aplaudí, lloré, silbé, canté, bailé, sufrí cada uno de los 52 capítulos de la primera parte, publicada en 1605, y los 74 de la segunda parte, que nos acompaña desde 1615 (el año previo a la muerte de Cervantes).

Han transcurrido casi cinco décadas desde el nacimiento de aquella amistad que aún perdura, una maravillosa y enriquecedora relación de la que no ceso de aprender que hay que tener mucho de don Quijote y mucho de Sancho Panza para enfrentar los molinos de viento con que tropezamos en la vida.

Sí, se necesita una buena dosis de locura, imaginación e ingenio para hacerle frente a cada batalla, pero requerimos también una generosa ración de realismo, sensatez y cordura a la hora de librar cada combate.

Esos dos personajes universales nos recuerdan que las derrotas, los días oscuros y las personas malintencionadas forman parte de la existencia, pero que no son estos factores quienes determinan el final de las historias, sino nuestro valor, determinación y carácter.

Ambos amigos de papel y tinta me hablan una y otra vez acerca de la importancia de tener los pies bien puestos sobre la tierra (ninguno de ellos se endiosó), compartir el alimento (como lo hicieron ellos con el pan y el vino), agradecer lo que se tiene (por ejemplo, una humilde posada donde descansar) y luchar con los recursos que se tienen a mano (aunque sean un caballo flaco y un humilde asno).

Sí, más que una exquisita obra literaria, Don Quijote de la Mancha es una escuela de vida.

Por nuestra amistad ha perdurado a lo largo de 46 años y espero que sumemos muchos más.

¡Salud por los buenos amigos!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote