Un suceso, que hoy dejó de ser misterioso, tiene lugar cada 25 de diciembre en el jardín de la casa en que vivo desde el 16 de setiembre del 2018: todas las plantas permanecen quietas, menos uno de los árboles.

Inmóviles el romero, la cala, el zacate limón, el rosal, el güitite, la parra, las chinas, la guaria, el jade, el orégano, el bambú, la yerbabuena, el tiquisque y el césped.

Estáticas (como columna del Partenón). Petrificadas (como secuollas del Yellowstone). Inertes (como la estatua de sal en que se convirtió la mujer de Lot).

Sin embargo, el guayabo sí se mece. Solo él. Única y exclusivamente.

He sido testigo de ello en las navidades del 2018 y 2019, cuando aún no entendía qué era lo que pasaba, y también en la de este 2020, en la que finalmente se aclaró el acertijo.

Por momentos se mueve solo la copa del guayabo, como si ese hijo de la tierra estuviera roncando. A ratos se agita con fuerza y me recuerda a mi perro sacudiéndose el agua después del baño.

A veces parece que está bailando un vals con el viento. O quizá un bolero con el colibrí. Quienquita y sea un tango con la garúa. ¿Y por qué no una balada con las mariposas?

Pero no, no es nada de eso. Hoy descubrí, entre las nueve y las once de la mañana, el origen tanto de la inmovilidad de las plantas como de la movilidad del guayabo.

Ocurrió cuando decidí dejar que mi niño interior saliera a jugar al jardín con su juguete preferido: la imaginación…

No había terminado yo de decirle que podía salir a jugar en mi pequeño Edén, cuando el carajillo que fui salió disparado a la velocidad de la luz de las estrellas.
Tanto se alegró el guayabo al verlo llegar descalzo y con pantalones cortos, que le obsequió, como presente navideño, tres hojas y dos mariposas.
Le regaló también un columpio que sólo puede verse con los ojos con que admirábamos el mundo cuando teníamos 3, 4, 5, 6… o 12 años.
Ni lerdo ni perezoso se subió y empezó a columpiarse con toda su energía. Fue así como se sacudió la capa de polvo y moho que lo cubría.
En eso apareció una niña. La vi a través de la ventana de mi estudio. ¿Saben quién era? La primera amiga que tuve. Le traía a mi niño interior un ramo con cuatro flores para festejar el reencuentro.
Me emocioné a tal grado que volví a entregarle mi corazón.
No habían transcurrido ni diez minutos cuando llegaron otras dos amigas de mi infancia; una fue compañera en primer grado de la escuela; la otra, una vecina hija del panadero del barrio. El caballerito que fui les cedió el columpio.
Una vez que se marcharon, tras haber prometido volver otro día, el carajillo que aún vive en mí se meció durante 45 minutos. Recordó, mientras “volaba” entre guayabas, las hamacas de su infancia. Y sonrió.
Después entró en casa y sacó a pasear a mi perro Gofio en una carretilla que sólo puede verse con los ojos con que nos bebíamos hasta la última gota de vida cuando teníamos 3, 4, 5, 6… o 12 años.
Con esos mismos ojos descubrió a su madre, a quien le preguntó sobre el misterio del jardín. “Es tal la fuerza que tienes que resulta imposible mantenerte siempre atrapado, máxime cuando llega esta época en la que tu yo adulto entra en sintonía, se conecta, con tu yo niño…
“Cuando esa magia tiene lugar, las plantas se quedan quietas con la intención de concentrarse en ese bello espectáculo de afinidad y armonía, en tanto que el guayabo baila porque te mecés en él, y también tus amigas de infancia. Entonces, la vida se vuelve de colores.

Fin.

Cuento dedicado a mi madre: Elizabeth Muñoz Madriz.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote
(Foto tomada el 4 de febrero de 1967)