Noviembre de 1969. Recién había cursado con éxito el segundo grado de primaria en la escuela Jorge Washington, en San Ramón de Alajuela, y apenas estrenaba las vacaciones de tres meses cuando mi padre, David Guevara Arguedas, me llevó a San José en bus y me dejó en la casa de su hermana mayor, mi tía Ester.

Yo, un carajillo acostumbrado a vivir en un pueblo que aún tenía muchas calles de tierra por las que circulaban yuntas de bueyes cargadas de café, caña, leña, verduras y legumbres, me vi de pronto pasando una temporada en las inmediaciones de la Iglesia de La Dolorosa, un rincón capitalino rodeado de vías pavimentadas y transitadas por vehículos.

Allí celebré, en compañía de mis primos Jorge e Ingrid, la Navidad del año en el que el hombre por fin llegó a la Luna (el 20 de julio, a bordo del Apolo 11) y el arribo de 1970, durante el cual la banda británica de rock, The Beatles, anunció su separación.

1970 apenas gateaba cuando mi tata regresó por mí. Abordamos un bus que al pasar por la entrada hacia San Ramón siguió directo, rumbo hacia el sector montañoso conocido como Cambronero.

–Papá, papá, el bus no entró a San Ramón. Hay que avisarle al chofer -alerté.
–No hay problema, hijo. Es que ahora vivimos en Liberia. Su mamá, sus hermanos y yo nos pasamos de casa hace algunas semanas; ahora vivimos en la provincia de Guanacaste. Ya habíamos hablado de eso, ¿lo recuerdas?

En ese momento lo recordé, pues no lo había tenido presente durante las vacaciones. Sin embargo, eso no evitó que experimentara una cierta nostalgia por los queridos amigos de los que no me había despedido: Denis, Óscar Guido, Karen, Tita, Luis Fernando, Ana Grettel…

Recordé esa experiencia hace pocos días, justo cuando leí el segundo párrafo de la página 210 de la novela El vendedor de tabaco, del escritor austriaco Robert Seethaler (1966).

“¿Cuántas despedidas puede soportar una persona?, se preguntó. Tal vez más de las que uno cree. O tal vez ninguna. Sólo hay despedidas, estemos donde estemos y vayamos a donde vayamos; alguien debería advertírnoslo”.

Esas palabras me ayudaron a desempolvar la noche de mayo de 1972 en que me despedí de mis amigos guanacastecos: José Ángel, José Antonio, Yara, Sara, Gustavo, Jimmy, Ulises, Juan, Jorge…

Una parte de mí se alegraba del eminente traslado de domicilio a San José, en donde estaríamos muchísimo más cerca de los parientes, pero otra parte se sentía triste por los adioses de la jornada. En eso pensaba mientras viajábamos entre Sardinal de Carrillo y Liberia a bordo de una camioneta Chevrolet modelo 1950.

Esas son mis despedidas más viejas, las vivencias con las que inauguré la colección de partidas y separaciones que he engrosado a lo largo de sesenta años y medio de existencia. Tiene razón Robert Seethaler, la vida es una antología de marchas y ausencias (aunque también de reencuentros); algunas son tristes, otras felices, unas inolvidables, muchas nos ayudan a madurar, unas cuantas nos marcan por el resto de nuestros días…

Me puse a pensar en todo esto y me vi dándole la razón de nuevo a ese autor austriaco por otras líneas del párrafo mencionado: “De pronto fue consciente de que ese chico ya no existía. No estaba. La corriente del tiempo lo había arrastrado y había desaparecido en algún lugar. Todo había sido muy rápido, pensó, tal vez demasiado rápido. Se sentía como si hubiera crecido antes de tiempo”.

“¿Qué significa crecer?”, me pregunté. “Quizá sea aprender a decir adiós”, contesté.

¿Cuántas despedidas podemos soportar?

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote