En el bello y nostálgico libro Aromas, el escritor francés Philippe Claudel (1962) dedica dos páginas y cuarto a los ríos que formaron parte de su niñez y adolescencia.

Un solo párrafo, de sesenta y seis líneas, acoge los cauces del Meurthe, que “se desliza como una lenta boa” y despide el olor del limo y el gasóleo; el Sânon, oloroso a languidez a veces dulzona, a veces salobre, y el Poncé, con el inconfundible perfume de la frescura del bosque.

“Me gusta la alianza del campo y el agua. Los ríos me calman y tiran de mí”, dice este autor que además es profesor y guionista de cine y televisión.

Las corrientes de aquellos primeros e inocentes años tenían un pasatiempo en común: la pesca de gobios y brecas de fondo.

De acuerdo con Claudel, pescar es un asunto de paciencia y lectura. Antes de lanzar el anzuelo, hay que interpretar el agua, olerla, calcular su profundidad, sentir las pulsaciones del corazón de agua y piedras, “sus trampas, sus emboscadas”.

Esa combinación de agua que corre y carnada que tienta a los peces me hace evocar mi río favorito de cuando era un escolar: Ahogados, cuyo puente de metal se encuentra ubicado a unos veinte minutos de Liberia, Guanacaste, carretera hacia el Parque Nacional Santa Rosa.

Allí íbamos de paseo, algunos sábados, mis padres y mis hermanos. Papá estacionaba la camioneta Chevrolet modelo 1950 a una orilla de la carretera y luego descendíamos hacia el cauce abriendo camino entre monte, gallitos y dormilonas.

Las rocas de la orilla del río nos servían de sillas, mesas y hasta de “petates” sobre los cuales disfrutar de una siesta amenizada por el canto líquido y cristalino del Ahogados.

Siempre llevábamos cuerdas de nailon, anzuelos y cebo, así como muchos deseos de atrapar alguno de los peces que veíamos a simple vista. Sin embargo, nunca logramos capturar ni siquiera una olomina.

Eso no nos frustraba pues el objetivo principal del paseo era pasarla bien, gozar, reír, divertirnos, conversar, cantar, jugar, contar chistes, quemar energía, cargar baterías y saborear los manjares que mamá preparaba: ensalada de caracolitos con atún, mayonesa, cebolla, culantro y chile dulce; frijoles molidos, huevos duros, pollo en salsa y otros platos que forman parte de mi memoria culinaria.

Ayer mamá me habló de un río colombiano cuyo nombre no recordó, pero que regaba las tierras cafetaleras de Jamundí, uno de los 42 municipios del departamento del Valle del Cauca.

Me dijo que cuando visitaba ese cauce con papá y otras familias de la zona a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, el aroma predominante era el del sancocho de gallina que se cocinaba en fogones improvisados a la orilla del río.

“¡Una delicia aquellos olores que nos llegaban mientras nos bañábamos! ¡Salíamos directo a comer aquellas delicias!”, me contó mi madre.

En la mágica historia navideña Cascanueces y el rey ratón, del escritor prusiano E. T. A. Hoffmann (1776-1822) se menciona al Río de Limonada que desemboca en el Lago de Leche de Almendras. ¿Puede imaginar el perfume de aquellas aguas? Yo sí, pero prefiero revivir el olor a paseo familiar del río Ahogados.

¿Y a qué huele el río de su infancia?

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote