Cada mañana entro en esta habitación, corro las cortinas de la ventana que da hacia el sur y un chorro de luz ilumina libros, escritorio y sillón para leer.

Así sucede desde el 16 de setiembre del 2018, día en el que me pasé de casa: de Colima de Tibás a Mata de Plátano, Goicoechea.

El cambió valió la pena.

Lo digo porque mientras allá escribía contra una pared de cemento color crema, aquí redacto frente a una amplia ventana que se bebe los rayos del sol a grandes sorbos.

Asimismo, allá tenía que soportar el pito del tren, los motores de cabezales, el escape de las motos, los rugidos de los carros, los ronquidos de los buses.

En cambio aquí escucho el mugido de las vacas, trinos de los pájaros, ecos de gallos cantores, el viento en el guayabo, las campanas de la iglesia y las voces dulces de mujeres que pasean a sus bebés.

Sí, en esta tierra donde hay lecherías y campos donde crecen las flores, cuento con varios aliados del placer de leer y escribir: luz y un tipo de silencio que traduzco como sonidos agradables; no la estridencia de la ciudad, sino la sinfonía de un cantón que aún conserva el alma bucólica.

Cómo no masticar y engullir los manjares literarios en medio de una atmósfera que es caricia para mis sentidos. Cómo no disfrutar del don de jugar con las palabras, el teclado, el papel y la pluma fuente en un ambiente que me hace pensar que a los seres humanos no nos expulsaron del todo del paraíso.

Aquí hay retoños del Edén.

Esta es mi ermita. Esta es mi cueva. Este es mi faro (¡me encantaría vivir en un faro solitario, conversando siempre con el mar!). Este es mi hábitat. Este es el lago donde este pez urbano nada a gusto.

Aquí me he reencontrado.

En este rincón soy feliz.

JDGM