Hace pocas noches me enteré, gracias al Show de Graham Norton que transmite el canal Film & Arts, de la reciente producción de una película basada en el libro La brujas, del escritor Roald Dahl (1916-1990), galés de ascendencia noruega.

Me interesé en el filme, estrenado el 22 de octubre pasado en México y Estados Unidos, al saber que uno de los papeles principales es interpretado por una actriz que me gusta mucho: Octavia Spencer.

Del talento histriónico de esa estadounidense he disfrutado en “Historias cruzadas”, “La forma del agua” y “Una mujer hecha a sí misma”.

En cuanto terminó el programa fui a buscar el cuento de Dahl en uno de mis libreros. Lo encontré justo al lado de otro relato famoso y que también ha sido llevado al sétimo arte: Charlie y la fábrica de chocolate.

Fue así como esa misma noche comencé a leer Las brujas en una edición publicada por Alfaguara e ilustrada por el artista británico Quentin Blake (1932).

De modo que he estado aprendiendo que las brujas existen, pero es sumamente difícil identificarlas pues viven como mujeres normales. El asunto es delicado pues puede tratarse de alguna vecina, la señora de la panadería o una conductora de Uber.

Además, las hay en todos los países del planeta. De hecho, en cada nación están organizadas en sociedades secretas.

No tienen uñas, por eso cubren sus manos con guantes; son calvas, pero usan peluca; sus fosas nasales son más grandes que las del resto de los mortales, no tienen dedos en los pies y su saliva es azul.

Todo esto lo cuenta la abuela de la historia, personaje interpretado por Octavia Spencer.

Como ven, me estoy convirtiendo en un experto en brujas gracias a este divertido e ingenioso cuento de Roald Dahl que me ha permitido -además- reencontrarme con mi niño interior.

Despertar al carajillo que fui es un maravilloso acto de brujería literaria. Espero poder beber, en un futuro próximo, la pócima cinematográfica.

JDGM