¿Cuál zapato? El que se aprecia en la foto que acompaña a esta nota.

En honor a la precisión, se trata de una bota marca CAT que compré el año pasado en una tienda Adoc ubicada en la Avenida Central.

Lo confieso: es uno de mis calzados favoritos porque es fuerte y cómodo (no tuve que “amansarlo”, como decía mi tata).

No tengo la menor idea de cuántos kilómetros he caminado con ellos, pero son bastantes; tantos que las suelas comienzan a dar las primeras señales de agotamiento. ¡Huele a zapato jubilado!

Con estas botas he recorrido los pasillos de diversas librerías, frecuentado múltiples cafeterías, paseado con Gofio, mi perro, visitado a mi madre, realizado tours para tomar fotos en el volcán Irazú, el Bajo de la Hondura, Jardín Botánico Lankester y Llano Grande de Cartago (zona muy fotogénica).

Además, he desenmarañado los laberínticos pasadizos del Mercado Central en San José, desentrañado los recovecos de la ciudad capital, levantado polvo en caminos de tierra de Guápiles y Heredia, y participado en desfiles de boyeros.

He pisado charcos, batido barro, brincado para apear guayabas, caminado para cosechar carambolas, dado pasos firmes entre monte y maleza para llegar a un río, y devorado las aceras de cemento del Paseo de los Turistas en Puntarenas.

Este calzado ha dejado huella en muchas calles, carreteras, caminos, senderos, trillos y atajos.

¿Actividades que no he hecho con estos zapatos? Bailar (no sé), cabalgar (no tengo caballo), pescar (en tiempos de pandemia no he practicado mi deporte favorito), ir a la iglesia (me siento más cerca de Dios en el bosque), asistir al estadio (¡tengo rato de no sentarme en una gradería).

Tampoco me los he puesto para jugar rayuela, quedó, escondido, cuartel inglés, gallinita ciega, el ratón y el gato, mecate, un-dos-tres-queso, carreras de sacos y otros juegos de mi infancia. Una vez que el Covid-19 se ponga las tenis y salga en carrera del mundo, voy a divertirme con una dosis de niñez.

¡Cuánta historia cabe en un par de botas! Los cordones son testigos de lo que hemos hecho y lo que no; ¡Dios guarde pudieran hablar!

Ese zapato es mío. Lo fotografié hace unos tres meses, aprovechando que la luz del sol lo bañó cuando me acerqué a mi biblioteca en busca de un libro para leer.

¿Cuántas veces he caminado con este calzado hasta alguno de mis libreros? No tengo la menor idea, pero son muchas, tantas que los libros ven mis botas y empiezan a moverse inquietos en los anaqueles, tratando de llamar mi atención.

Sí, con estas botas he recorrido cientos de libros desde la primera hasta la última palabra. Algún día estos zapatos de cuero y hule desaparecerán, pero sus huellas literarias son indelebles.

“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”… ¡y al leer!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote