Rara vez rehúyen las miradas de los lectores, pues su eterna vocación y naturaleza es dejarse leer. Sin embargo, muy de vez en cuando, de manera excepcional, desean que los dejen en paz, para lo cual recurren a alguna de las siguientes acciones:

Ocultarse
Les gusta jugar a las escondidas. Se divierten en grande viendo la desesperación de las personas por encontrarlos mientras ellos se refugian detrás de un cuadro, una talla de madera, una lámpara de escritorio, el monitor de la computadora, una máscara indígena o bien entre ejemplares voluminosos de Don Quijote de la Mancha o Los miserables. Luchan por contener las carcajadas cada vez que escuchan al impaciente lector decir oraciones como “pero si yo lo dejé aquí hace un rato”, “¿será que alguien lo tomó sin mi permiso?” o “no entiendo porqué razón siempre extravío el libro que estoy leyendo”.

Camuflarse
Disfrutan tomando apariencia de cuaderno de apuntes, libreta de anotaciones o block de uso diario para confundir a quienes los buscan. Se visten de productos marca Moleskine, Leitz u Oxford. No sé cómo lo hacen, pero son maestros del maquillaje, el antifaz y el disfraz; nadie sospecharía, al pasar frente a ellos, que se encuentra ante una novela de José Saramago, un poemario de Gioconda Belli, una serie de cuentos de Fabián Dobles, ensayos de Umberto Eco o una obra de teatro de Federico García Lorca.

Revolotear
Sí, agitan sus hojas como si fueran golondrinas, yigüirros, oropéndolas, quetzales, tucanes, pericos, urracas, viudas, gavilanes… Vuelan hasta las ramas de árboles cercanos o cables del tendido eléctrico en donde no solo se posan, sino que también trinan. Hay quienes han sido testigos de un ejemplar de bolsillo del Nuevo Testamento -esos que obsequian los Gedeones (asociación de hombres de negocio y profesionales cristianos) en los hoteles- cantando como un canario. Me contaron hace algunos días de un Manifiesto comunista imitando los sonidos de los pechoamarillos, pero no me consta…

Borrar
En efecto, borronear algunas palabras, frases, oraciones, párrafos y hasta páginas completas. Lo mismo hacen con nombres de personajes literarios o de lugares donde transcurren las acciones, fragmentos de diálogos importantes, pistas clave para tratar de resolver un misterio. De esta manera logran que los lectores se desinteresen por ellos al menos por unas horas o unos pocos días. Luego, cuando recuperan el interés por ser leídos, se las ingenian para hacer reaparecer todo lo que habían borrado.

Pedantear
Se ponen pesados, engreídos, vanidosos, ególatras y juegan de eruditos infalibles, dueños de la verdad, expertos en cualquier materia. Da pereza abrirlos pues sea cual sea la página, los encuentra uno dictando cátedra, jactándose de todo cuanto saben y dominan. Se tornan insoportables para la mayoría de los lectores, salvo para aquellos con ínfulas de grandeza, esa gente a la que no se le puede preguntar la hora porque tortura al interlocutor con una conferencia magistral sobre el origen del tiempo.

Darse por menos
Se trata del extremo opuesto de la acción anterior. En este caso, los libros optan por ponerse a salvo con portadas de obras consideradas de muy baja calidad literaria; no vamos a aportar títulos, géneros o autores, pero sí a decir que esta táctica da siempre excelentes resultados. Claro, sería como que en un restaurante de lujo le sirvan a un comensal delicado y exigente una grasosa y enorme empanada de queso acompañada de un fresco de frutas endulzado con sirope.

Estas no son las únicas armas del arsenal de los libros. Uno de estos días les cuento sobre otras que también utilizan los inquilinos de los anaqueles.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote