Ayer me referí en este espacio a varios libros que me han hecho llorar de emoción debido a la maestría con que sus autores nos acercan a la belleza, el misterio y lo sublime a través de las palabras. Hoy quiero hablar de los libros que me han hecho reír, saborear el sentido de humor de la vida, sentir las cosquillas de manos de diversos personajes literarios.

La primera carcajada literaria me la arrancó la obra Cuentos de mi tía Panchita, de la escritora costarricense Carmen Lyra, seudónimo de María Isabel Carvajal Quesada.

Ocurrió en el San Ramón de mediados de los años sesenta, esa ciudad que entonces era un pueblo de boyeros y yuntas, lecheros que entregaban la leche de casa en casa y pulperos que premiaban la fidelidad de sus clientes con “ferias” (como se le llamaba al obsequio de confites, un trozo de tapa de dulce, unos bollitos extra de pan…).

Me hacían reír el ingenio, picardía y travesuras de Tío Conejo; en especial cuando hacía de las suyas con el buenazo de Tío Coyote.

Aún no sabía leer, pero papá y mamá nos leían los relatos en voz alta y en medio de ataques de risa que los dejaban sin aire y les sacaban lágrimas.

Muchos años después le di rienda suelta al gozo a través de la lectura de las locuras y elucubraciones fantasiosas de don Quijote, así como los dichos, ocurrencias y simplicidad del escudero Sancho Panza.

Leí y reí esa novela por primera vez entre diciembre de 1976 y febrero de 1977: vacaciones colegiales entre tercer y cuarto año.

Meses después, durante una visita a Puerto Limón, mi tío Augusto Rivera me pidió que le contara los episodios que más me habían llamado la atención de la obra cumbre de Miguel de Cervantes. Aún resuenan en mi memoria las estridentes carcajadas de ese tío que ya no está entre nosotros. ¡Maravillosa la literatura, pues no solo nos regala instantes divertidos sino que nos depara recuerdos indelebles!

Sin embargo, reí mucho más con Marcos Ramírez, del costarricense Carlos Luis Fallas (“Calufa”), una historia que a ratos me hacía compadecer a aquel muchacho que luchaba por encontrar un sitio en este mundo, en otros momentos me dolía su pobreza y los castigos de que era objeto debido a sus travesuras, pero que asimismo me hacía reír en grande.

Me he divertido también con Historias de Tata Mundo, de Fabián Dobles; Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais, y Cuentos de Magón, Manuel González Zeledón; les recomiendo el que se titula ¿Quiere usted quedarse a comer?, en donde aparece un mantel con un parchón de caldo de frijoles semejando el mapa de África y varios islotes y archipiélagos de achiote y yema de huevo.

El mismo efecto han producido el Decamerón, de Giovanni Boccaccio; Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa; Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar; La silla del águila, de Carlos Fuentes; Amador, de Jesús Ferrero; Historias de amor y viagra, y Crónica de esa guapa gente, de Francisco Umbral.

Me he carcajeado en esta vida leyendo algunos libros escritos por políticos costarricenses, pero me abstengo de mencionar títulos; además, estoy seguro de que a ustedes no les resulta difícil imaginar…

Los libros con escenas divertidas tienen un riesgo: uno puede parecer sospechoso ante la gente, en especial la que carece de sentido del humor, si se desternilla de la risa mientras lee en una cafetería, el bus, una fila en el banco, un poyo del parque o una conferencia aburrida. ¡Pero vale la pena correr ese riesgo!

Ayer viví esa situación mientras hacia fila sentado en la agencia Kolbi de Plaza Lincoln. Imposible no reír con el humor ácido que Terry Eagleton, crítico literario británico, desparrama en el libro Humor, un ensayo inteligente que responde a preguntas como ¿Por qué nos reímos? ¿Qué nos aporta tanta carcajada? ¿Es el humor un agente subversivo o un remedio para las tensiones? ¿Cómo definir el ingenio?

Con los libros me pasa lo mismo que con las personas: disfruto la compañía de los que no se toman tan en serio y tienen sentido del humor.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote