La historia es real y me la contó una amiga hace pocos días…

Resulta que el bisabuelo y la bisabuela, habitantes de la ciudad de Heredia de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, lograron formar una modesta pero nutrida biblioteca entre las paredes de su casa de adobe.

Ambos eran maestros de escuela, profesión y vocación que ejercieron a lo largo de muchos años en zonas rurales del Pacífico costarricense.

Compartían, además, el amor por los libros, por lo que se propusieron reunir una importante cantidad de ellos para que formaran parte del hogar.

Fue así como adquirieron algunos libros nuevos y muchos de segunda mano, la mayoría de ellos en ediciones rústicas.

Pasaron los años y murió el bisabuelo. La viuda dispuso, antes de fallecer, que los bienes fueran administrados por su hija mayor. Aquí es donde entró en escena el pirómano editorial.

Se trataba del esposo de la hija mayor, quien, desesperado por vender la casa de sus suegros y echarse una plata al bolsillo, quemó la biblioteca que con tanto esfuerzo se había formado.

En efecto, los libros le estorbaban, los veía como una piedra en el zapato en el proceso de venta de aquella residencia que forma parte de la memoria.

Mi amiga me contó esa historia y me dejó sin palabras. Cuando por fin reaccioné me di cuatro gustos dedicándole unos cuantos improperios a aquel tipo que no tuve el disgusto de conocer.

El lamentable episodio me hizo recordar las bibliotecas de mi abuela Tillita en Atenas y la de mi abuelo Román en Paso Ancho. Afortunadamente ambas colecciones quedaron en muy buenas manos, bajo el resguardo de parientes que aman y valoran los libros.

¿Que cómo se llamaba el incendiario editorial? No estoy autorizado a revelar el nombre, pero la verdad no vale la pena registrarlo. Me conformo con llamarlo Nerón.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote