Así lo hizo mientras sus ramas eran sacudidas por las fuertes ráfagas de viento que excedieron los límites de velocidad.

La lectura tuvo lugar durante la madrugada. El árbol, siempre sensible y atento a lo que ocurre a su derredor, se dio cuenta de que yo acababa de despertar.

Abrió un libro de memorias de mi padre y leyó una historia relacionada con un guayabo que formó parte de mi vida en los años setenta y parte de los ochenta del siglo pasado.

Ese ejemplar de la familia de las mirtáceas fue sembrado en un rincón sumamente protegido de lo que fue el Centro Bautista en San Pedro de Montes de Oca.

Tres paredes de cemento amparaban el pequeño jardín en el que creció aquel individuo de tronco torcido y aromáticos frutos de pulpa rosada.

Sí, un árbol consentido. Resguardado. Custodiado. Apadrinado. Respaldado. Defendido. Preservado. Abrazado en todo momento por aquellos vigorosos brazos de varilla y cemento.

Gracias a su proceso de desarrollo, un buen día sobrepasó la altura de las paredes que lo sobreprotegían.

De todo esto fui testigo, pero de no haber sido por la lectura nocturna del guayabo de mi jardín quizá no lo habría recordado. Me gusta la voz de este amigo de flores blancas y hojas verde fuego cada vez que el sol las abraza con fuerza.

Pues bien, resulta que aquel árbol del Centro Bautista se sentía orgulloso de ampliar horizontes, poder ver a los gatos que retozaban en los techos y observar la cumbre del volcán Irazú.

Todo iba bien hasta que una tarde cayó un aguacero tipo diluvio. Además, con viento fuerte; ráfagas como las de anoche. Supongo que fue por eso que el guayabo del jardín decidió leerme ese relato.

La mirtácea del Centro Bautista sucumbió. No pasó la prueba. Reprobó el examen. Terminó arrancado de raíz y murió.

“Eso es lo que pasa cuando crecemos sin enfrentar pruebas. Otra habría sido la suerte de ese arbolito si desde pequeño se hubiera acostumbrado a soportar vientos fuertes”, comentó mi padre en aquella ocasión.

Anoche el guayabo, el de ahora, imitó la voz de mi viejo pronunciando esas palabras. Me arrancó una sonrisa de orgullo, el orgullo que he sentido siempre de ser hijo de mi tata, cuyo aroma -más dulce que el de las guayabas- sigue presente en mi vida.

Mi papá tenía razón. Prueba de ello el hecho de que el árbol de mi jardín soportó los vientos de anoche; está acostumbrado a las embestidas.

Esta noche está también ventosa. Vamos a ver si el guayabo me lee otra historia.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote