Hay un pequeño espacio de tiempo en el que, previo a intercambiar las zonas geográficas que han ocupado durante las últimas horas, la noche y el día se juntan para realizar alguna actividad.

Se trata de esos pocos minutos durante los cuales luz y oscuridad se traslapan, se abrazan, en sus rutas hacia el otro lado del planeta.

Ambos han sido vistos caminando por alguna calle, conversando en la banca de un parque o tomando café negro, ella, y con leche, él.

Sin embargo, lo que más les gusta hacer en equipo es leer.

Los encuentros con ese objetivo suelen tener lugar en bibliotecas públicas, librerías o colecciones literarias particulares, pero ocasionalmente rompen con la rutina y se deleitan leyendo un periódico deshojado que comparte el caño con otros desechos urbanos.

Asimismo, han leído algunos reportajes en revistas abandonadas en taxis, buses, hospitales, aulas universitarias, moteles y servicios sanitarios.

Nada les ha impedido juntarse muy de vez en cuando en la banca de un templo (la religión no importa) a leer un libro sagrado.

Sea como sea, ambos lectores respetan la única regla que rige para sus citas ante un texto: la noche lee en voz alta los pasajes que arrojan luz y el día lee, también en voz alta, las frases y oraciones oscuras, difíciles de entender.

Hace unos treinta años atrás tuve la suerte de verlos y oírlos leer juntos. Ocurrió a bordo de un avión que volaba sobre el océano Pacífico; la noche leía, con su voz de luna y estrellas, a un lado del pasillo, en tanto que el día lo hacía, con su voz de sol y nubes blancas, al otro lado.

Continuamente se pasaban entre ellos la novela que habían descubierto en la bolsa de malla del respaldar de un asiento; afortunadamente no era uno de esos best-seller que venden en los aeropuertos.

Muy amables y amistosos, la noche y el día me contaron que era la primera vez que leían juntos a miles de pies de altura.

“Lo hemos hecho en barcos piratas, carretones del lejano oeste americano y trenes de vapor, pero nunca como pasajeros de un avión”, dijo el día. “Y nos ha gustado la experiencia”, agregó la noche.

“¿Existe alguna otra hora en la que ustedes se encuentren para leer?”, les pregunté. Me respondieron que no. “Lamentablemente tenemos que lidiar con esa limitación”, expresó la noche y una estrella fugaz escapó de su boca.

Casi de inmediato, el día me contó algo que yo no sabía: una vez que amanece, él ya no puede leer, y una vez que oscurece, la noche tampoco puede hacerlo. “No nos queda tiempo más que para atender nuestras tareas diarias, como proveerle luz a los cultivos, y nocturnas, como velar por los sueños”.

“Sin embargo”, continuó el día, “disfrutamos de los libros cada vez que alguien lee en vos alta”.

Desde entonces, tengo el hábito de leer de día, para el disfrute de él y el mío, y de noche, para el goce de ella y el mío. Pero hay otra razón aún más importante: tengo absolutamente claro que en mi naturaleza humana soy día y noche, luz y oscuridad, claridad y misterio.

Cuando abro un libro, sea la hora que sea, es como si la noche y el día se juntaran para leer. El Sol y la Luna compartiendo la palabra.

Por eso son frecuencia ando eclipsado, como si me moviera entre los destellos del Dr. Jekyll y las sombras de Mr. Hyde…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote