Descubro entre mis libros un ejemplar del Appleton’s New Cuyás Dictionary (Fifth Edition. Revision. English-Spanish; Spanish-English), publicado por la casa editorial Prentice-Hall en 1972.

Se trata de uno de esos libros que espero conservar por el resto de mis días.

¿Por qué razón? Porque fue un regalo que recibió mi padre el día de su cumpleaños número 38: martes 31 de agosto de 1976.

Se lo obsequiaron don Sidney doña Frances Goldfinch, un matrimonio de estadounidenses que residían en Barrio Escalante, a pocos metros de la Parroquia Santa Teresita del Niño Jesús. Ocupaban una hermosa y amplia casa en cuyo patio había un árbol de nísperos que año tras año compartía abundantes frutos amarillos.

Don Sidney, un anciano canoso y con mirada bondadosa, fue el tercer abuelo que tuvimos los hermanos Guevara Muñoz: Frank, Alejandro, Ricardo y José David.

Nos visitaba desde que vivíamos en San Ramón de Alajuela. Era feliz subiendo a su carro aquellos cuatro carajillos y llevándolos a comer Coca Cola con helados en el restaurante Tropicana. Nos contaba historias y estimulaba el diálogo por medio de preguntas, y reía con nuestras ocurrencias.

El hecho de que nos trasladáramos a morar en Liberia, Guanacaste, no lo alejó de nosotros. ¡Toda una fiesta cada vez que llegaba a casa aquel viejo amoroso y bondadoso! Nos llevaba a playas del Coco y, mientras nos bañábamos en el mar con papá y mamá, él corría de punta a punta una y otra vez.

Mayo de 1972. Nos pasamos a vivir a Curridabat, cerca de una plaza donde terminé de enamorarme del fútbol. La noche que llegamos a la nueva casa, don Sidney nos llevó un balde con 24 piezas de pollo de Kentucky. ¡El pollo más rico que he comido en mi vida!

Años después los Goldfinch regresaron a los Estados Unidos, en donde murieron y fueron enterrados en -puede que esté equivocado- en algún rincón de Carolina del Norte.

Ese viejo tenía un corazón sensible y siempre dispuesto a ayudar. Siempre recordaré la vez que ayudó a un amigo mío que empezaba a coquetear con las drogas. Don Sidney, misionero bautista, no sermoneaba, sino que escuchaba, practicaba la empatía y abrazaba.

Al igual que mi tata, era un ser humano compasivo que rechazaba el juicio y la condena pues prefería apoyar, sostener, levantar.

Mis dos abuelos se sangre se llamaban Román y Orlando, y el tercero, de corazón, era Sidney. Mientras escribo estas líneas me emociono y lloro; ¡lágrimas dulces!, por supuesto.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote