Fue la niña Nelly, maestra de tercer grado en la escuela Aplicación, en Liberia, Guanacaste, quien nos entregó a cada uno de sus alumnos una bolsita de plástico que contenía varias cápsulas de aceite de bacalao.

Sucedió en 1970, año en el que yo era un estudiante de apenas ocho años y que estudiaba en aquel centro educativo ubicado frente a una plaza en la que jugábamos más a las canicas, los trompos y los yoyos que al fútbol.

“Les queda de tarea tomarse, en ayunas, una cápsula de estas cada día a lo largo de una semana. Este medicamento les va a levantar las defensas y hacer que se sientan con más energía”, explicó aquella educadora de pelo largo y de quien siempre recuerdo su sonrisa.

Recibí mi bolsita y al ver y palpar el tamaño de cada cápsula, me pregunté en silencio cómo iba a tragármelas sin que se me pegaran en la garganta. Sentí miedo.

A la mañana siguiente, mis hermanos Frank, alumno de cuarto grado en la misma escuela, y Alejandro, de primero, se bebieron las primeras cápsulas sin ningún problema, pero yo opuse resistencia; estaba obsesionado con la idea de que iban a atorárseme en la garganta y ahogarme.

Durante el rato del desayuno, papá asumió la tarea de convencerme de que nada malo iba a ocurrirme, mas ninguno de sus argumentos y promesas surtieron el efecto deseado. No había manera de que yo superara aquel trance de una vez por todas.

Mi tata comenzó a perder la paciencia y en determinado momento me condujo a su estudio con la intención de que me bebiera la cápsula lejos de los comentarios y burlas de mis hermanos. Varias veces contó hasta tres esperando que yo me animara por fin a vencer mis temores, pero nada de nada.

Cansado de lidiar con mi berrinche me dijo que iba a dejarme solo cinco minutos y que al regresar esperaba que yo me hubiera tomado la cápsula; de lo contrario, me advirtió, me obligaría a hacerlo.

Papá salió del estudio, cerró la puerta y me dejó a solas con un vaso de agua y aquella pieza cilíndrica que yo imaginaba como un pez que iba a saltar y aletear en mi garganta hasta matarme.

Les juro que lo intenté, pero fallé.

Ya estaban a punto de concluir los cinco minutos cuando se me ocurrió una brillante idea: esconder la cápsula dentro de alguno de los gruesos y grandes ejemplares del Diccionario Enciclopédico de la Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana (UTEHA) que mi padre había comprado hacía pocos años.

Escogí uno de los libros al azar, lo abrí por la mitad, coloqué la cápsula sobre las costuras de las páginas, cerré el volumen y lo devolví a su lugar. Por supuesto que tomé la precaución de beberme el agua del vaso; ¡hasta la última gota!

Convencido de que el plan había dado resultados positivos, mi papá me invitó a encerrarme en su estudio las seis restantes mañanas para tragarme las cápsulas de aceite de bacalao. Ni lerdo ni perezoso acepté la invitación.

Tiempo después, cuando nos trasladamos de esa casa, situada en el barrio Los Ángeles, a otra, ubicada en la Calle Real, me tocó ayudar a mi tata a empacar todos sus libros. ¿Adivinan lo que pasó? Encontré las siete cápsulas -aplastadas y resecas- en diversos ejemplares del Diccionario Enciclopédico de la UTEHA; con disimulo, las saqué y las boté.

Doy fe de que a lo largo de muchos años aquellos libros gozaron de buenas defensas y energía.

Nunca le confesé esto a mi padre, pero estoy seguro de que si llega a leer este relato en el más allá, se reirá con ganas y vendrá por la noche a jalarme las patas.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote