“La tarea del predicador ambulante es asustar a la gente”, decía James Jefferson Davis Hall, un sacerdote episcopal que nació en 1864 en Greenville, Alabama, Estados Unidos.

Su voz profética, cargada de infierno, resonaba cada día -allá por los años 40 del siglo pasado- en diversos sitios públicos de Manhattan: a mediodía, en Wall Street; por la tarde, en Madison Square, y por las noches en Columbus Circle.

Fue en esos sitios donde lo conoció el escritor y periodista estadounidense Joseph Mitchell (1908-1996), autor de una novela basada en la vida real de un personaje delirante: El secreto de Joe Gould, publicada en 1965 (una de esas historias que no hay que quedarse sin leer).

Pero bueno, estas líneas son para hablar de James Jefferson Davis Hall, el predicador que vivía obsesionado con el mensaje de las llamas, el diablo y los demonios, y no de Joe Gould, un mendigo que, entre otras extravagancias, frecuentaba un bar en el que se paraba sobre la mesa e imitaba los movimientos y aleteos de las gaviotas. Ambas personas forman parte del libro La fabulosa taberna de McSorley y otras historias de Nueva York.

Cuenta Mitchell, célebre redactor de la revista New Yorker, que aquel religioso gritaba con euforia los mensajes en los que amenazaba a la gente “con las llamas ardientes y azules del infierno”.

“¡El perro rabioso anda suelto! ¡Fuego, fuego! ¡Se incendia el granero!”, proclamaba aquel predicador de auténtico verbo encendido.

Mitchell lo describe como alto y huesudo, mejillas hundidas, ojos atormentados, tez pálida y risa aguda y tétrica. Imagínese a un hombre con ese hombre diciendo “viajas a bordo de un tren que va derechito al infierno y vas al lado del maquinista”.

James Jefferson Davis Hall le confesó al periodista-escritor que en ocasiones él mismo se asustaba con sus propias palabras.

“El bar es la puerta del infierno”, sostenía el religioso episcopal, y agregaba que “de la cafetería a la taberna hay un paso”.

Un profeta que vivía anclado a los discursos cargados de infierno, llamas, juicio, condena… un hombre que “vendía” el mensaje del amor de Dios a través del miedo y el terror.

La crónica sobre este predicador, titulada Pasmo y espasmo, me hizo recordar las proclamas olorosas a azufre que le he escuchado a diversos predicadores josefinos en la plazoleta frente al Correo Central, al costado sur del Banco Central de Costa Rica, la plaza frente al Teatro Nacional y el bulevar de la Avenida Central.

Releo las veintiún páginas que escribió Mitchell sobre James Jefferson Davis Hall y repaso las prédicas capitalinas centradas en el infierno, y me preguntó sobre el porqué de esa actitud humana de ofrecer un producto de bondad, ternura y misericordia a través de un mensaje en el que hay más de ficción que de información.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote