“… quiero tiznarme de oscuridad, hacerme pasar por noche”, escribió la periodista española Beatriz Montañez (1977) en la página de su libro Niadela, publicado por el sello español errata naturae.

Se trata de un texto en el que la también actriz y guionista de cine y televisión, narra con buena pluma algunas de las experiencias que ha vivido a lo largo de más de cinco años en una antigua cabaña de piedra ubicada en medio del bosque en el pueblo que lleva el mismo nombre de esta obra literaria.

Allí, en ese rincón del planeta en el que no viven otras personas en menos de veinticinco kilómetros a la redonda, se enclaustró quien en el 2018 ganó el premio Goya por la película documental Muchos hijos, un mono y un castillo.

Beatriz decidió aislarse del llamado mundo civilizado para tener tiempo de escribir y, más importante aún, sanar algunas viejas heridas y reencontrarse con ella misma.

En ese lugar, una especie de Edén, ha aprendido también a escuchar, observar, olfatear, palpar y gustar. Conexión profunda con un entorno de flora y fauna, ríos y estrellas, viento y lluvia.

Montañez escribe de pájaros (oropéndolas, cuervos, zorzales…), arañas, alacranes, hormigas, zorros, ciervos, árboles, roedores, insectos. En sus páginas hay espacio para hablar de lo que ve y lo que permanece oculto.

Así lo hace en un sitio en el que no hay electricidad, servicio de agua potable, teléfono ni Internet. De cuando en cuando recorre varios kilómetros en una Cherokee pronto a jubilarse para comprar víveres, candelas y algunos libros.

Esta mujer se pasa los días y las noches reflexionando sobre el progreso, la felicidad, la soledad, la vida en pareja, los sueños, el miedo, la familia, los difuntos, la arrogancia humana…

Fue allí, en Niadela, donde escribió la hermosa oración con la que comienza el artículo que usted está leyendo en este preciso instante.

“… quiero tiznarme de oscuridad, hacerme pasar por noche”.

Tuve la dicha de tropezar con esas ocho palabras hace pocas noches. Como si cada uno de esos vocablos fuera un gajo lleno de jugo, pelé esa mandarina con mis dedos y bebí hasta la última gota del exquisito cítrico literario.

Cómo no iba a saborear esa fruta que operó la magia de hacerme recordar el tizne que cubría los sartenes de hierro de mis abuelas Inés y Victoria. Como quien cargaba de tinta una pluma fuente, pasaba mis dedos por esas superficies y luego escribía en alguna pared.

El tizne era también el maquillaje de fuego y tizón con el que mamá nos pintaba patillas, bigotes y barba para festejar la Anexión del Partido de Nicoya cada 25 de julio.

Por eso entiendo a Beatriz Montañez. Por eso me identifico con su deseo de tiznarse para vestirse de noche. Yo también quiero tiznarme.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote