M, el hijo del siglo, del escritor italiano Antonio Scurati (1969). La historia que voy a contarles no guarda ninguna relación con esta novela de 793 páginas, cuyo personaje principal es el exdictador italiano Benito Mussolini (1883-1945).

Lo que sucede es que cada vez que veo la letra eme enorme de la portada, me acuerdo de una anécdota que me hace reír.

Ocurrió hace ya una buena cantidad de años en la sala de Redacción del periódico La Nación, en donde yo trabajaba como periodista.

Resulta que se acercaban unas elecciones nacionales y teníamos como compañero temporal a un estudiante de periodismo que estaba realizando la práctica profesional.

Era un muchacho sui géneris. Buena persona, pero especialmente particular.

Me explico con dos ejemplos.

Primero. Cuando le preguntábamos si tenía novia, respondía que sí pero que se trataba de “una relación un tanto metafísica”.

Segundo. Una vez le pregunté el porqué de su mote (el cual me reservo) y me dijo: “Mirá, esa es una pregunta interesante que no puedo responderte de manera breve, pues el tema amerita que nos tomemos un café y conversemos largo y tendido”.

Nunca nos tomamos el café…

Era un tipo curioso, peculiar. Sus temas de conversación y sus respuestas tomaban siempre por sorpresa a sus interlocutores. Todo era misterioso, abstracto, confuso, alegórico, laberíntico, inescrutable, nebuloso, vago.

¡Costaba un mundo obtener una contestación concreta y breve de parte de tan esotérico colega!

Y bueno, no nos quedamos con las ganas de jugarle una broma…

Resulta que se acercaban las elecciones nacionales y a algún compañero de trabajo, bromista, se le ocurrió decirle al practicante que la empresa iba a mandar a estampar camisetas para que todo el equipo periodístico las usara durante la cobertura del día de los comicios.

Se le dijo también a ese muchacho que era importante, por lo tanto, que buscara de inmediato al jefe X (cuyo nombre también me reservo) y le dijera su talla para que lo incluyeran en la lista del pedido de camisetas.

Ni lerdo ni perezoso, aquel periodista -quien también era de carácter acelerado- caminó hasta la oficina de aquel jefe que era poco dado a las bromas pero sí adicto a la seriedad, la gravedad y los formalismos.

Pues bien, el jefe se encontraba conversando por teléfono (una llamada importante, por supuesto) cuando el practicante llegó a la puerta de su oficina, en donde permaneció con inquieta actitud, como si tuviera que transmitir algo urgente.

Al verlo en tal estado de angustia, el jefe le pidió a su interlocutor que le regalara unos segundos para atender un asunto.

–¿Qué se te ofrece?
–Buenas tardes, muy agradecido por el tiempo que me brinda en medio de sus siempre ejetreadas jornadas. Quería decirle nada más que yo soy eme.
–¿Perdón?
–Que yo soy eme.
–No entiendo que me está diciendo -dijo el jefe mientras tapaba el auricular con una de sus manos.
–Que yo soy eme, eme. Soy eme.
–¿Cómo que usted es eme? ¿Cuál eme? ¿A qué se refiere?
–Eme, mi talla de camiseta. Eme.
–¿Y? ¿Por qué me cuenta eso?
–Para lo de las camisetas de las elecciones.
–¿Cuáles camisetas?
–Las que vamos a usar los periodistas durante ese día. Mi talla es eme.
–Hagamos un trato, permítame terminar con esta llamada y hablamos para que me explique bien porque no entiendo nada.

Ese es el recuerdo que desempolva mi memoria cada vez que tropiezo con la portada de la novela histórica M, el hijo del siglo. Y, lo confieso, no puedo evitar reírme.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote