¡Ese era uno de mis momentos favoritos! Los aromas a pizarra y tiza, lápiz y borrador, y pupitre de madera le cedían el protagonismo al exquisito perfume del papel impreso.

Abrir el libro, cualquiera que fuera, era como acostarse sobre un potrero oloroso a lluvia, tierra y anís, o caminar en un huerto habitado por toronjas, naranjas y mandarinas.

Como entrar en las cocinas de las abuelas, ese espacio donde resultaba fácil distinguir la fragancia de las trenzas de cebollas, los rollos de culantro, las ramas de apio, las cabezas de ajos y las mallas de chiles dulces.

Era la fiesta del olfato, la alegría de la nariz, la hora de leer con las fosas nasales.

Vestido con mi uniforme de pantalón corto azul y camisa blanca con mangas cortas me transportaba hasta la biblioteca de mis padres, el Edén enciclopédico donde di mis primeros pasos en la tarea de identificar las esencias de los frutos literarios prohibidos.

Rodeado de compañeros evocaba también los efluvios que emanaban de la Biblia de la abuela Tillita y del periódico que leía a diario abuelita Inés.

De aquel mundo de papel formaban parte también los aviones y barquitos de papel con que nos divertíamos en los recreos, así como los bodoques (lanzados con la mano) y cachirulos (arrojados mediante una liga que tensábamos entre los dedos pulgar e índice) con que jugábamos a la guerra.

Los cancioneros de Sal de Uvas Picot, inundados de baladas y rancheras -a la venta en la pulpería de la esquina-, eran otra vía para acercarse y adentrarse en los placeres del papel.

Todos esos aromas y experiencias se mezclaban de alguna u otra manera en cuanto la maestra (Mary, Isabel, Nelly, Isabel, Nieves o Sonia) nos pedían que abriéramos los libros de texto.

Ese era el “ábrete sésamo” que abría la boca de una cueva repleta de perfumes editoriales. O bien, ya que aludimos a Las mil y una noches, la mejor manera de frotar una lámpara de la que salía el generoso genio de los textos.

Cincuenta años después sigo escuchando las voces de aquellas maestras de San Ramón, Liberia, Curridabat y San Pedro de Montes de Oca.

Basta con oír solo un “abran los libros” para ir hasta mis libreros y volver a acostarme sobre el potrero, caminar en el huerto y entrar en las cocinas de mis abuelas.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote