Los libros más ancianos de mis estantes se llaman Inés, Socorro, Victoria, Orlando y Román.

Así se llamaban mis abuel@s.

La razón por la que tuve tres abuelas es porque cuando Socorro murió a temprana edad, su hermana Victoria se hizo cargo de sus cuatro hijos, entre ellos mi tata.

Fue así como esa tía abuela, a quien llamábamos cariñosamente Tillita y Cocora, se convirtió en una abuela.

Ningun@ de los cinco está ya con nosotros. La última en descansar fue Inés, Tita Né, el 4 de setiembre del 2000.

L@s extraño a tod@s.

Por eso l@s abuel@s de mi biblioteca llevan sus nombres.

Algunas tardes saco a abuelo Orlando de alguno de los anaqueles, lo coloco sobre la mesa del comedor y me tomo un café mientras lo leo.

Otras veces le pido permiso a Gloria, de Vladimir Nabokov, y a Cara de pan, de Sara Mesa, para privarlos por al menos dos horas de la presencia de Socorro, con quien la paso muy bien en mi sillón de lectura.

Pobre abuelo Román, hace algunos días lo tomé del librero en el que peinaba sus canas y lo llevé hasta la banca del jardín; en cuanto lo abrí se le cayeron tres hojas.

Antes de la pandemia, Inés y Victoria me acompañaban con frecuencia al banco, el supermercado, las librerías, el Mercado Central, las cafeterías y los restaurantes. Ahora se sientan conmigo a contemplar la lluvia.

Es por eso que amo y protejo a los libros más ancianos de mis estantes, porque cuando los leo puedo escuchar las voces de mis abuel@s contándome historias.

Anoche, antes de apagar la luz para dormir, leí a tío Chida (1898-1986), como llamábamos a Rafael Ángel Arguedas Cabezas, un tío abuelo paterno pícaro, bromista y burlón, un personaje que tocaba la guitarra, tomaba vino y hacía trampa con los naipes.

Mientras escribo estas líneas observo a tía Margara, tía abuela materna, dormida y roncando entre Gentes y gentecillas, de Carlos Luis Fallas, y Obras completas, de Eunice Odio.

De vez en cuando me encuentro con otro anciano querido que no forma parte de mi familia, pero sí de mis vivencias y memorias: don Francisco Amighetti (1907-1998). Entonces me sirvo un whisky y lo escucho recitar uno de sus poemas:

“Cuando yo me vaya me llevaré el rumor de los sapos
el verso de la lluvia en los inviernos largos,
el canto de los grillos y la voz de los niños
caminarán conmigo sonándome en el pecho,
no importa adonde vaya;
en mesas, solitario debajo de las lámparas,
en los trenes que cruzan quejándose en la noche
o, en el exilio cerca de una ventana,
me sonará la música de las voces amigas
que arrullaron mi infancia, mi mocedad, mi vida.
No importa adonde vaya, ni las puertas que cruce,
y si viaje es corto o es eterno,
aún en otros mundos recordaré las voces, las voces amigas”.

Eso es precisamente lo que hacen l@s abuel@s de mi biblioteca: recordarme las voces amigas que echo de menos..

JDGM