Entonces quizá no talaríamos tantos de esos gigantes frondosos y llenos de nidos para fabricar papel con el cual producir libros.

Nos sentaríamos con la espalda apoyada contra los troncos y escucharíamos atentos los cuentos que nos quieran relatar esos amigos del río y la lluvia.

Sus raíces, las que salen de la tierra y quedan al descubierto, serían una especie de bancas o escaños en los cuales se acomodarían varios oyentes con toda comodidad.

Yo no lo pensaría dos veces para amarrar una hamaca tejida en alguna rama vigorosa y flexible. Me acostaría, en compañía de un café negro, a oír los capítulos de alguna novela escrita en el bosque.

¿Se imagina usted lo que sería disfrutar de un recital de poesía a la sombra de un Cortés amarillo, una Jacaranda o un Llama del bosque? Podríamos palpar los versos en cada flor.

Muchas personas dejarían de ir a las bibliotecas encerradas entre cuatro paredes y, en su lugar, visitarían los parques para gozar de las historias contadas con voces de madera.

Cuántos personajes, lugares, diálogos, tramas, intrigas, misterios, amores, odios, amistades, sueños, fantasías, etcétera, conoceríamos sentados en un poyo del Parque Central.

Lo mismo en otros pulmones capitalinos: Morazán, Nacional, España, La Merced, el Parque Metropolitano La Sabana.

Igual en cada uno de los parques del país: San José, Alajuela, Heredia, Cartago, Puntarenas, Guanacaste y Limón… ¿Ni qué decir en los parques nacionales? Corcovado, por ejemplo, sería una enciclopedia literaria; también Santa Rosa. ¡Yo no saldría del Braulio Carrillo!

Sería maravilloso y sumamente relajante acostarse sobre la arena de alguna playa a escuchar las narraciones arborícolas musicalizadas por las olas, las gaviotas y la brisa que mueve los veleros.

No les quepa la menor duda de que cada tarde me sentaría en las gradas de mi apartamento a escuchar las palabras savias y sabias del Aguacatillo (ese que alimenta a los quetzales) cuya presencia me deleita mientras escribo estas líneas (sí, el de la foto que acompaña a este texto).

¡Sería mágico barrer diariamente hojas habitadas por frases, oraciones y párrafos!

Nos volveríamos locos mordiendo frutos con el sabor a historias escritas por diversos autores: naranjas (Yolanda Oreamuno), guayabas (Carmen Lyra), manzanas de agua (Luisa González), jocotes (Adela Ferreto), anonas (Anacristina Rossi), mangos (Ana Istarú), mandarinas (Eunice Odio), jocotes (María Montero), marañones (Dorelia Barahona). En fin…

¿Y si los árboles aprendieran a contar historias? ¿Y si ya las cuentan pero no hemos aprendido a escucharlos?

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote