¡Felicidades en esta Nochebuena!
Y que en vez de oro, incienso y mirra reciba novelas, cuentos y poemas.
Y que en vez de oro, incienso y mirra reciba novelas, cuentos y poemas.
Pregunto porque estoy convencido de que el semblante humano es un género literario. Es cuestión de aprender a leer los caracteres de los rostros.
¿Qué nos dice la gramática de la piel?
A lo mejor hay un cuento esperando a ser leído en esa página.
¿Qué comunica la ortografía de los poros?
Tal vez el inicio de una novela que desconocíamos por completo.
¿Qué transmite la caligrafía de los vellos de cejas, pestañas, bigotes y barbas?
Puede que un poema anide entre esas hebras.
¿Qué papel juegan los signos de puntuación conformados por barros y espinillas?
Sospecho que representan las pausas de múltiples versos.
¿Qué nos sugieren las arrugas?
Algo me dice que son textos profundos.
¿Qué sabemos del abecé de las miradas, las figuras literarias de las fosas nasales, los significados de los labios?
El analfabetismo de la cara sale caro.
¿Cuántos párrafos caben en la frente y la barbilla?
Intuyo que la respuesta depende del día o circunstancia en que uno lea una faz ajena.
¿Cuántos personajes pueden esconderse en las cavernas nasales y en los caracoles de las orejas?
Una verdadera lástima que las radiografías no registren la literatura, la historia de vida, que carga cada quien.
¿Con qué tipo de tinta se escriben las vivencias personales sobre los renglones de los rostros?
Me aventuro a responder que con sangre, sudor y llanto.
¿Qué tanto nos esforzamos por tratar de descifrar el idioma de los semblantes?
¿Qué leerán los otros en nuestra faz?
¿Qué tanto invitamos a que nos lean?
¿Son las caras libros abiertos de par en par o podemos esconder algunos capítulos?
¿Cuántas historias caben en un rostro?
¿Qué me dio hoy por escribir sobre este tema? Se lo contaré mañana…
José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote
Yo sí.
Me explico…
Tengo en casa una modesta colección de libretas y cuadernos que a simple vista parecen libros.
Me refiero a que tienen tapas duras y cantos similares a los de los textos literarios.
Sin embargo, las hojas internas son blancas. Absolutamente albas.
Muy de vez en cuando tomo con mis manos uno de esos artículos y me siento a leerlo en mi sillón de lectura.
Leerlo con la imaginación, quiero decir.
Imagino un título, una historia, varios ambientes, diversos personajes y diálogos, distintos episodios, descripciones de paisajes y elementos como ventanas, lámparas, alfombras, candelabros, botellas de vino, periódicos apilados; en fin, toda la utilería que cabe en el aparador de mi creatividad.
Nunca tomo nota de esos relatos que invento, pues escribir me interrumpiría y la idea es que los relatos fluyan, corran como ríos hacia el mar.
Asimismo, no siempre tienen que ser cuentos, poemas o capítulos de novelas cien por ciento originales. Con alguna frecuencia me tomo la libertad de fantasear y leer una escena inexistente en Don Quijote de la Mancha, Mamita Yunai, El fantasma de la ópera o A ras del suelo.
Me gusta imaginar historias, es algo que practico desde mi infancia. A veces me sumerjo tanto en ellas que río, aplaudo, cuestiono, critico y hago preguntas en torno a lo que sucede en esos mundos de páginas blancas.
Afortunadamente crecí en un hogar en el que papá y mamá estimulaban la imaginación de sus cuatro hijos, para lo cual no había que pagar ni un cinco; bastaba, por ejemplo, con acostarnos sobre el zacate de un potrero o una plaza y jugar a descubrir figuras en los múltiples y cambiantes trazos de las nubes.
La fantasía fue el primer papalote que hicimos volar Frank. Alejandro, Ricardo y yo.
Después, aprender a leer fue como abonar el surco de la creatividad, los sueños, la inventiva, el ingenio, la ocurrencia y toda esa constelación de estrellas que nos ayudan a sobrellevar y transformar la cruda realidad.
Pregunto de nuevo: ¿Ha leído libros sin palabras?
Si no lo ha hecho, l@ a hacerlo. Vale la pena alimentar la imaginación.
JDGM
(*) Comparto temprano el texto correspondiente a hoy domingo, pues voy a darme una merecida escapadita al campo.
Sacos de manta que en la Costa Rica del ayer se convirtieron en sábanas, fundas, limpiones, delantales, mantillas, tapetes, mochilas y vestidos de indias costarricenses para celebrar lo que entonces se llamaba Día de la Raza (12 de octubre).
Madres esforzadas y cariñosas que cosían durante horas, a mano o con máquina de pedal, para que sus hijos lucieran lo mejor posible en escuelas y colegios.
Abuelas que se esmeraban lavando los sacos de manta de las panaderías para luego elaborar cortinas, manteles, blusas, enaguas y lencería casera en la que aparecía la marca Molinos de Costa Rica.
Padres que se sacrificaron por darle la mejor educación posible a sus hijos y que en los días de mercado se echaban al hombro un saco cargado de verduras.
Resumo así, grosso modo, las hermosas y significativas historias que 46 lector@s de esta página compartieron en aras de participar en la rifa de una bolsa de manta cuyos dos lados muestran estantes con libros pintados a colores.
Tal y como había anunciado, esta tarde realicé el sorteo y la persona favorecida se llama Virginia Guillén Espinoza, quien compartió el siguiente recuerdo:
“Mi mamá nos contaba que en los tiempos de guerra escaseaba todo, las telas también. Que las mujeres usaban los sacos de manta que traían la harina para hacer ropa y sábanas, bien blanquita quedaba la manta. Y que los hombres llevaban su saco de manta para jalar el diario los sábados. Dios guarde un saco de manta percudido o veraguado. Además de saquito para meter al bebé y llevarlo alzado, caliente y protegido. Cuando podían bordaban con aquellas manos bendecidas los limpiones, tapetes, sabanitas… todo hecho con manta. Bendito sea Dios por ella”.
Hermosa remembranza, ¿verdad? Así todas las que compartieron y que hablan de un país de gente luchadora, sacrificada, que aprovechaba al máximo los recursos y que no se rendía ante las adversidades.
Gracias a tod@s por sus relatos. Lo digo en serio: ¡Me conmovieron! El gran ganador fui yo.
JDGM