Imposible no reconocer esa membrana dura y transparente que descansa sobre la palabra silencio en el tercer párrafo de la página 42.

El famoso “Ver y no tocar” de la infancia se hace eco en mi memoria, por lo que me abstengo de palpar esa estructura levemente abombada. No me atrevo a travesearla.

Nueve líneas más abajo, ya en el quinto párrafo, está el iris. También membranoso. Delgado como la piel de la cebolla y blando como una gelatina.

Pende de la virgulilla de una eñe. Eñe de panameño, la nacionalidad de uno de los personajes principales de esta novela cuya lectura decidí no postergar más.

La retina aparece en el segundo párrafo de la página 46. Reposa sobre el final del vocablo olvido y el inicio del término eterno.

Igual. La observo pero no la palpo, ni siquiera la rozo, no solo porque es demasiado delicada sino, en especial, porque es la que envía imágenes al cerebro por medio del nervio óptico.

Había olvidado decirles que se trata únicamente del ojo derecho.

La pupila o niña, esa diminuta ventana que permite el ingreso de la luz en el ojo, se esconde detrás de la onomatopeya del mugido de una vaca.

Aún así, logro verla y distinguirla.

Confirmado: es el ojo derecho. El izquierdo está tapado por un mechón de cabello.

¿El ojo derecho de quién?

De la autora de la novela. Celebro los hallazgos, el hecho de constatar que en efecto se trata de un libro escrito por una mujer.

Es algo que agradezco mucho en mi calidad de lector masculino (palabra manoseada por los cronistas periodísticos de las secciones de sucesos), pues las mujeres miran distinto, aprecian diferente, tienen otras perspectivas, observan desde otros ángulos, es otra su visión del mundo, la vida, la realidad.

No digo que contemplen y analicen mejor, sino que lo hacen distinto a los hombres, poseen otra sensibilidad.

Por ejemplo, y sin que esto sea visto como una camisa de fuerza, percibo que ellas abordan con mayor naturalidad y empatía temas tan importantes para mí como la fragilidad humana, la vulnerabilidad, las debilidades y limitaciones.

No es que los escritores eludan esos temas, pero no es lo mismo hablar de la indefensión, las amenazas y temores desde la óptica masculina que desde la visión femenina. Son muy distintas las realidades que ellos y ellas enfrentan a diario en relación con esos tópicos.

Igual sucede con asuntos como los sueños, oportunidades, injusticias, violencia, guerras…

Las mujeres no solo perciben de otra manera, sino que además escriben, cuentan y narran diferente. Hay matices en el discurso, en la forma de moldear la resbalosa arcilla del lenguaje.

No es lo mismo una historia contada por el padre que por la madre. No es idéntico el diagnóstico de una gerenta al de un gerente. No es lo mismo la mirada de un juez que la de una jueza. No es idéntico el discurso de una diputada al de un diputado. No es lo mismo una crónica del primer día del retorno a clases escrita por un reportero que otra redactada por una periodista.

Lo bueno de esto es que ambas formas de mirar, con enfoques particulares, se complementan y enriquecen. Son l@s lector@s quienes salimos ganando con la posibilidad de ver ambas caras de la moneda y los dos rostros de la Luna.

Sin embargo, en estas líneas quise enfocarme más en la mirada femenina pues -como hombre que soy- me ayuda a nutrir mi visión de mundo, mi perspectiva de la realidad.

De allí mi alegría al descubrir esa córnea, ese iris, esa retina, esa pupila…

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote