Empecé a leer Monjas y soldados, de la irlandesa Iris Murdoch, con la tranquilidad del chofer que conduce su vehículo sobre una carretera perfectamente pavimentada… sin embargo, de repente, y sin el previo aviso de una señal de tránsito diseñada para lectores, comenzaron los sobresaltos…

Me explico: el relato tenía toda la apariencia de ser una historia apacible y hasta cierto punto predecible. Al menos a mí me dio la impresión de que tras la muerte de Gay, un intelectual adinerado de Inglaterra, su viuda, Gertrude, se enamoraría paulatinamente de Peter, un personaje polaco apodado el “Conde”.

Suponía yo, con las pistas que tenía a la vista en este libro de 593 páginas, que la fortaleza de la novela radicaba en los sugerentes episodios y los ricos diálogos filosófico-existenciales en torno a temas como la fe, el amor platónico, las apariencias sociales, los sueños frustrados…

Tan apacible resultaba avanzar sobre el asfalto de papel y tinta que ni siquiera pensé en abrocharme el cinturón de seguridad contra los imprevistos literarios, los cuales aparecieron cuando yo menos lo esperaba o sospechaba.

De un momento a otro, o, mejor dicho, de una página a otra, la narración se encaminó por la vía de las sorpresas y me vi en medio de una vorágine de curvas existenciales peligrosas, puentes humanos en mal estado, intersecciones cotidianas mal señalizadas.

Lo expreso con otras palabras: el trayecto en línea recta de mi lectura se transformó en una autopista sinuosa que ha hecho derrapar mis corazonadas y suposiciones. Seamos francos: ¿cuál lector no cae en la tentación de empezar a imaginar posibles desarrollos y desenlaces de la trama que está devorando?

¿Y qué fue lo que hizo Iris Murdoch para convertirme en un lector sorprendido? ¿Cuál fue su técnica, su truco?

Tengo dos respuestas para esas preguntas? Primera, utilizó las primeras páginas de su novela para sumir al lector en una atmósfera relativamente serena, pero, de pronto, y aquí está la segunda respuesta, le dio rienda suelta a los caprichosos e impredecibles sucesos de la existencia.

Sí, un inicio marcado por el sosiego respetuoso en torno a la agonía de Guy, pero una vez muerto ese personaje, entró en escena la irreverente turbulencia de la vida.

A partir de entonces, Monjas y soldados me ha llevado -porque aún la estoy leyendo; a la hora de escribir estas líneas voy por la página 398- de sorpresa en sorpresa; la agitada realidad le está ganando el pulso a la serena reflexión.

¡Me gusta que así sea, pues en mi opinión la mayoría de las veces la existencia no es un perfecto y armónico balance entre la realidad y la reflexión! Nos movemos entre impulsos y pensamientos, entre lo irracional y lo meditado, entre la calma del Dr. Jekyll y el ímpetu de Mr. Hyde.

Es decir, estoy leyendo una novela que se parece mucho a la vida y que me ha recordado que vivimos más de yerros y desaciertos que de pronósticos y presagios cien por ciento atinados. La buena literatura y la vida real no se parecen al horóscopo.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote