… me arrebatan el paraguas de la mano y lo arrojan lejos… me despojan de los anteojos y me veo obligado a atraparlos en el aire… me desabotonan la camisa y la hacen revolotear como si fuera un pájaro ebrio… y me lanzan al suelo si no me paro firme.

Ocurre en esos momentos de lectura en que devoro de nuevo el capítulo VIII de la primera parte de la obra cumbre de Miguel de Cervantes.

Sí, ese en el que se relata el maravilloso episodio en el que el caballero de la triste figura confundió a los molinos de viento del Campo de Montiel con gigantes que lo retaban entrar en fiera batalla.

Una historia a la que regreso cada vez que necesito reír, reconciliarme con el sentido del humor, reconfirmar que la vida está llena de situaciones absurdas.

Me zambullo tan profundo en esa refrescante poza de palabras publicada hace 416 años que siento la fuerza de las aspas, las escucho y casi puedo tocarlas.

No exagero: he imaginado que ruedo por el piso como si fuese yo quien hubiese sido embestido con violencia por una de las aspas que don Quijote confundió con brazos enormes y robustos.

Es uno de esos capítulos que estimulan mi imaginación, despiertan mi apetito de fantasías y me hacen soñar que soy yo el enamorado platónico de Dulcinea del Toboso.

Se trata de instantes mágicos en los que mi perro Gofio se transforma en el huesudo Rocinante y la persona más cercana se convierte en el Sancho Panza que me advierte que se trata de molinos y no de gigantes.

Al día siguiente de tal experiencia tengo que frotarme con Zepol o Cofal para aliviar el malestar de mis adoloridos músculos de lector andante.

Disfruto de esos momentos pues me desconectan de un mundo y una realidad que ameritan de pausas que nos ayuden a reencontranos con el loco Quijote que todos llevamos por dentro.

Así que, en un lugar de Moravia, de cuyo nombre sí quiero acordarme, imagino que soy aquel Alonso Quijano que enloqueció de tanto leer.

Es entonces cuando los molinos de viento me despeinan… Eso es leer: sumergirse en el texto.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote