Ese fue el nombre original del poeta y político chileno Pablo Neruda (1904-1973), premio Nobel de Literatura 1971.

Josie Bliss.

Ese era el nombre de la mujer con quien ese escritor tuvo un amor precipitado y violento en 1927.

La chispa de la atracción entre ambos enamorados se encendió cuando el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) y esa mujer birmana (hoy día Birmania se llama Myanmar) se conocieron en un bar.

El encuentro tuvo lugar en Rangún, la ciudad más grande de ese país del sudeste asiático, adonde Neruda acababa de llegar para asumir el cargo de cónsul de tercera clase en representación del gobierno chileno.

Josie era delgada y de bella cintura, brazos bronceados y ojos de fuego; vestía un sarong azul oscuro con un broche de escarabajo multicolor y llevaba flores amarillas en el pelo.

¡Amor a primera vista! ¡Fulminante!

No voy a entrar en mayores detalles pues para eso está la novela Oh, maligna, del también chileno Jorge Edwards (1931), quien fue amigo personal del poeta, y publicada por la editorial Acantilado.

Sí les digo que ese romance se cocinó en olla mágica, de vapor… en cuestión de pocos días. ¡Nada de ollas de cocimiento lento!

Y en cuestión de poco tiempo Neruda se fue a vivir a la casa de Josie.

Pero resulta que ella era sumamente celosa y odiaba a los ingleses -aunque trabajaba para ellos- debido al dominio que ejercían sobre su nación.

Una noche, después de que Ricardo Eliécer Neftalí Basoalto regresó de una fiesta inglesa, su pareja montó en cólera pues sospechaba -¡y con justa razón!- que alguna inglesa se había salido con la suya durante la velada.

En determinado momento de la noche, Pablo Neruda despertó y vio que Josie se acercaba a él armada con un cuchillo de cocina. El asunto no pasó a más, pero desde entonces el escritor no durmió tranquilo ninguna noche. Temía por su vida.

Tan grande era el miedo que sentía que decidió pedirle al gobierno de Chile un traslado de país. Lo enviaron a Ceilán, hoy Sri Lanka (país insular al sur de la India).

Neruda se marchó en secreto, sin despedirse siquiera de la dama de las flores amarillas. Se limitó a dejarle una nota al pie de un cocotero en cuyo suelo había enterrado el temido cuchillo.

Ya instalado en su nueva residencia, echaba de menos a la maligna, “la feroz”, “la desorbitada”, “la salvaje”, “la gorgona”, como se la llama en el libro de Jorge Edwards; sin embargo, tenía claro que no podía vivir con ella pues eran como el agua y el aceite.

No sé si para tratar de olvidarla o debido a tener un corazón en el que no cabía solo una mujer, o quizá por ambas razones, Neruda comenzó a involucrarse con mujeres inglesas que pasaban algunas noches en su casa.

En esas estaba cuando reapareció Josie, quien alquiló la morada ubicada al frente de la del poeta, desde donde empezó a hacerle la vida imposible lanzándole piedras al techo de la residencia mientras él se encontraba de fiesta adentro.

Fue lo que sucedió la noche en que Neruda hacía el amor con Julie y con Lucy; esta última denunció a la birmana y la mujer de ojos de fuego fue expulsada de Ceilán a bordo de un barco. Ricardo Eliécer Neftalí Basoalto se despidió de ella a bordo de la embarcación y nunca más volvió a verla ni a tener noticias.

Pero la siguió recordando, según Edwards.

Fue a ese amor tormentoso a quien el vate chileno dedicó su poema Tango del viudo:

Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros,
ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer
mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre
y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas,
sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún
quejándome del trópico de los coolíes corringhis,
de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño
y de los espantosos ingleses que odio todavía.

Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!
He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,
a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez
tiro al suelo los pantalones y las camisas,
no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes.
Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,
y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses,
y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene.

Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde
el cuchillo que escondí allí por temor de que me mataras,
y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina
acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie:
bajo la humedad de la tierra, entre las sordas raíces,
de los lenguajes humanos el pobre sólo sabría tu nombre,
y la espesa tierra no comprende tu nombre
hecho de impenetrables substancias divinas.

Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernas
recostadas como detenidas y duras aguas solares,
y la golondrina que durmiendo y volando vive en tus ojos,
y el perro de furia que asilas en el corazón,
así también veo las muertes que están entre nosotros desde ahora,
y respiro en el aire la ceniza y lo destruido,
el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.

Daría este viento del mar gigante por tu brusca respiración
oída en largas noches sin mezcla de olvido,
uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo.
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,
cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo,
y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma,
y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente
llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos,
substancias extrañamente inseparables y perdidas.

En fin, una novela de 237 páginas que me atrapó como Josie Bliss a Pablo Neruda, por lo que la leí entre el sábado y el domingo pasados. Vale la pena conocer otras facetas de la vida de quien no vivía solo de poesía.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote