Martes 8 de noviembre del 2022. Mientras espero a que las agujas del reloj marquen las 5:00 p.m., hora en la que abre la venta de tacos de los que estoy antojado, me siento en una banca de cemento ubicada al costado oeste del templo católico de Moravia y que está “tapizada” con cuadrículas, equis y círculos propios de ese juego llamado Gato.

Invierto los veinte minutos que faltan para la apertura del pequeño local de la Taquería La Central realizando una de mis actividades favoritas: leer.

¿Qué leo? La novela Alegría, escrita por el español Manuel Vilas, el mismo autor del libro que devoré hace pocos días: Ordesa.

Abro el ejemplar con tapas de cartón y hojas de papel periódico en la página 81, de un total de 351 folios, y dejo que mi vista navegue en el tercer párrafo: “Cualquier cosa sobre la tierra que haga felices a los jóvenes de veinte años debería producirnos agradecimiento”.

Curiosamente tengo frente a mí a dos jóvenes que lucen felices. Están sentados en una banca ubicada al otro lado de una explanada de concreto, uno de los tantos asientos del parque. Ambos visten pantalón de colegio color gris y sudaderas negras. Es obvio que tienen menos de veinte años pero nada me impide sentirme agradecido al ver cuánto disfrutan de su romance.

Sí, son dos tórtolos enamorados a más no poder. Los observo de reojo al mismo tiempo que leo y disfruto con la bella picardía de ella y la tierna timidez de él. Ella lo abraza y le dice palabras al oído, y él estalla en carcajadas y rubores.

¡Un par de güilas encantadores! Una pareja de amantes embellece cualquier parque.

Hermoso y refrescante intercambio de miradas, besos, abrazos, caricias, sonrisas.

Al pie de la banca, descansan el bolso de ella y la mochila de él. Ambos bultos lucen cargados, parecen dos sapos echados; sin embargo, serán los morrales de la memoria los que esa tarde regresarán a sus casas repletos de excelentes recuerdos.

De repente, ella le da una nalgada a él; no pude disimular mi voyerismo y sonreí al ver el brinco que pegó el muchacho. “¡Qué vergüenza! Ese señor la vio nalgueándome. ¿Por qué me nalguea? ¡Qué vergüenza!”, dice con una voz cargada de pena.

Las manecillas del reloj, nadadoras sincronizadas, alcanzan por fin la orilla de las 5:00 p.m.

Antes de cerrar el libro y caminar hacia la taquería, leo un último párrafo. “La vida, la madurez, consiste en saber distinguir cómo la gente manifiesta su amor. No todo el mundo lo hace de la misma forma, eso quería decir. Es un largo repertorio. Comprender ese repertorio es vivir con los demás”.

Una hora más tarde celebro, con dos tacos mexicanos y un vaso de refresco de piña, la alegría de aquellos dos jóvenes. Doy gracias por el instante de felicidad que me permitieron gozar.

¡Me siento afortunado cada vez que soy testigo de los traslapes entre la literatura y la realidad!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote