Tana es una perra bóxer de dos años; Sari, una golden retriever de tres años; Hugo, un dóberman de siete años; Chocolate, una perrita mestiza de trece años; Sandy, una american stanford de tres meses, y Jazz, un pastor belga malinois de cuatro años.

A ellos pertenecen las voces, o ladridos, que revelan detalles curiosos sobre los canes en los seis capítulos del libro La vida con un perro es más feliz, publicado por Editorial Planeta.

Se trata de una obra escrita por el español Emilio Ortiz (1974), un licenciado en Historia que nació con retinosis pigmentaria y quedó ciego a los veinticinco años. Ya adulto aprendió braille y terminó de escribir los textos que había empezado.

Tana habla de la amistad y se refiere a la compañía, la agresividad y el parentezco con los lobos.

Sari desarrolla el tema de la inteligencia y nos ilustra sobre los descubrimientos científicos en torno al cerebro canino, la fidelidad y la huella que han dejado estos amigos en el campo filosófico.

Hugo se agarra con un hueso jugoso: el de los derechos de los perros. Profundiza sobre las organizaciones que realizan esa tarea, el maltrato, el abandono y la convivencia en espacios públicos.

Chocolate le mete el diente a las manías caninas en un capítulo en el que primero confiesa sus mañas.

Sandy, cachorra como es, comparte con los lectores aspectos básicos del entrenamiento de los perros, la relación canino-niño y el maravilloso antídoto contra la soledad que son estos animales.

Y en el último capítulo Jazz nos cuenta sobre héroes caninos y perros de asistencia, alerta médica, catástrofes y seguridad.

¿Saben? Yo podría agregar un capítulo extenso en el que Gofio (mi Schnauzer que el próximo 31 de julio cumplirá trece años) les cuente anécdotas sobre cómo fue que él me escogió a mí como su socio de vida, su adicción a las galletas (“yeyetas” las llama él), el chanchito de hule con el que duerme, su cama favorita: el sofá (ya va por el tercero) y su resistencia a subir gradas.

Además, las bromas que le hace su tío Frank, lo alegre que se pone cuando recibimos visitas, los destrozos que hizo en casa durante su primer año, la vez que mordió a una peluquera, el tono de su voz (porque sí, habla), el perros mandón que se le sale cuando se encuentra con otros perros, la búsqueda incansable de migajas y la ejemplar discreción que lo hace guardar secretos de su amo.

También tiene mucho qué decir sobre la lealtad, el cariño, el juego, la amistad, la locura, la gratitud, los ronquidos (todas las noches los escucho), la gente que no es de su agrado, su amor por el abuelo (que ya no está) y la abuela (cuya presencia aún gozamos), la inteligencia, los tristeza que lo embarga cuando me ve empacando ropa para irme de paseo y su forma de pedirme que le abra la puerta principal.

Ni qué decir de sus sobrenombres: Tucuico, Pelota, Enano, Ziquitín, Popopo, Comadreja, Bombetín Guevada, Agalazo, Pichiguri, Luminoso, Pite Pan, BG y unos cuantos más.

Dice en la página 15 de este libro: “Seguro que eres incapaz de describir con una sola palabra lo que significa esa forma de mirar de tu amigo peludo”. En efecto, Gofio tiene una mirada que no cabe en un solo vocablo y que posee la magia de adivinar -mientras me enfoca- mi estado de ánimo.

Tiene razón Emilio Ortiz, la vida con un perro es más feliz.

Lo sé no solo por Gofio, sino también por Keeper, Pocío, Legi, Nina, Orco, Paoma, Keisy, Pimienta y muchos otros amigos caninos que han formado parte de mi vida.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote