Cada vez que leo, tropiezo con pasajes literarios que de alguna u otra manera adquieren la forma de un dedo índice que pulsa una de las teclas que activan mis recuerdos. Es lo que sucedió hace pocos días mientras devoraba las páginas de la novela Los hijos, del escritor y periodista estadounidense Gay Talese.

Se trata de ese autor que nació el 7 de febrero de 1932, en Ocean City, Nueva Jersey, y que ha escrito, entre otras obras, El puente, La mujer de tu prójimo, Retratos y encuentros, El motel del voyeur y Honrarás a tu padre.

Conocí a Talese gracias a la autobiografía Vida de un escritor (594 páginas en la edición de Punto de lectura), la cual me regaló el autor costarricense Carlos Cortés el 8 de enero del 2015, al final de una entrevista que me hizo para redactar luego un artículo sobre personas adictas a las plumas fuente (esos instrumentos de escritura son una de mis debilidades).

Luego me sumergí en otros textos del estadounidense; entre ellos, El puente. Se trata de una amplia y detallada crónica sobre la construcción del puente colgante Verrazano-Narrows, que une a Brooklyn con Staten Island.

Pero bueno, volvamos a Los hijos y la remembranza que me ayudó a desempolvar…

Cuenta Talese que durante su niñez se sentía diferente a sus amigos en casi todo, incluso en “la música que oía en el tocadiscos de mi casa”.

Bastó leer esa oración de diez palabras para evocar el tocadiscos Philips, negro, que formó parte de mi infancia en San Ramón de Alajuela y Liberia, Guanacaste.

En ese aparato portátil, fabricado en los Países Bajos y que funcionaba con discos de acetato, escuché por primera vez El lago de los cisnes, del compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski y que se estrenó el 4 de marzo de 1877 en el Teatro Bolshói.

Aún puedo escuchar la maravillosa música de ese cuento de hadas hecho ballet resonando dentro de las paredes de una de las casas en que viví con mis padres y hermanos en un San Ramón de calles de tierra y piedra, yuntas de bueyes y pulperías en las que daban feria (un confite, una tajada de queso o cualquier otra regalía al final de una compra).

Oigo también, después de más de cincuenta años, el eco de la potente voz del político liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán Ayala (1903-1948), famoso, entre otras razones, por los discursos encendidos, inteligentes e innovadores que pronunciaba.

Papá se encerraba en su estudio, ubicado en una casa esquinera del barrio Los Ángeles, en Liberia, y escuchaba el verbo candente de ese político que murió asesinado el 9 de abril de 1948; así lo hacía gracias al disco de larga duración No soy un hombre, soy un pueblo que giraba sobre el tocadiscos Philips.

Mi tata se emocionaba y de su oficina salían expresiones como “¡Así se habla, carajo!”, “¡Tomen, cochinos!” “¡Lo mataron pero no lo callaron!”

En el ya desaparecido tocadiscos negro giraron también discos de cuentos infantiles, como Pulgarcito, y canciones del cantautor Piero; recuerdo un vinilo de 45 revoluciones por minuto -poco más grande que un plato para la taza del café y poco más pequeño que un plato para almorzar o cenar- que por un lado tenía el tema Mi viejo y por el otro Si vos te vas.

Hago una pausa mientras escribo estas líneas para escuchar en Youtube la canción Si vos te vas. Imposible no recordar que fue un muchacho llamado Johnny quien le regaló ese disco a mi tía Rosa en aquel Liberia de personajes como Pupa la yeya, Chobote y Comepelo.

En ese aparato, que se cargaba como una pequeña maleta de mano, disfruté también de dos canciones que el tocadiscos de mi memoria reproduce con frecuencia: Poema y Creo, del mexicano Marco Antonio Vázquez.

Creo era una de las baladas que don Alejandro Agüero Díaz (de muy grata memoria) tocaba en su guitarra y cantaba para mí en el bar josefino La Bohemia.

El tocadiscos de mi infancia…

¡Gracias, Gay Talese, por ayudarme a despertar tan buenos recuerdos!

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote