Es decir, sumergirme en libros llenos de olores.

Aromas que van mucho más allá de las fragancias del papel (que a veces huele a tabaco), la tinta (que a veces huele a café) y el pegamento o las costuras que sostienen las páginas (que a veces huelen a caramelo de cereza o taller de sastre).

Me refiero a las obras literarias cuyos autores tienen la cortesía no solo de describir escenas y ambientes (vista), hablar de sonidos (oído), precisar texturas (tacto) y mencionar manjares (gusto), sino también estimular las fosas nasales de los lectores (olfato).

Agradezco, como lector, que me definan los perfumes de los personajes, habitaciones, bibliotecas, estudios, bodegas, áticos, playas, bosques, potreros, lagunas, días, noches, bares, cafés, iglesias, prisiones, camas, sofás, mecedoras, divanes, bancas…

Las esencias son esenciales. Leer con los sentidos tiene mucho sentido.

En especial, sin son puntuales, no generales, pues no es lo mismo leer que el olor del perro era desagradable y nauseabundo, que leer que el pelaje despedía un olor a chanchera o gallinero lleno de cuitas.

O bien, afirmar que aquel pasajero del bus olía feo, a decir que era una barrica humana en la que al parecer se añejaba el vino agrio del sudor.

Sí, me gustan los olores literarios específicos, no los generales.

Es una de las razones por las que estoy disfrutando la lectura de la novela biográfica Blonde, de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates (1938) y publicada por el sello Alfaguara.

Gracias al valor que esta autora le confiere a los detalles, sabemos que el viento procedente del Pacífico olía a podredumbre y desperdicios de la playa. ¿Quién no conoce esos olores? En diciembre pasado los percibí precisamente en una playa del Pacífico puntarenense.

Asimismo, que la mamá de Norma Jean (quien llegaría a llamarse Marilyn Monroe) despedía una fragancia a limón caliente con azúcar. ¡Qué delicia!

Inolvidable el aroma del piso de la tercera planta: cebolla, desinfectante, ungüento para los juanetes y el tabaco para pipa del abuelo. Esa última fragancia me hace evocar los olores de los puros que fumaban los ancianos que viajaban en los buses de los distritos de San Ramón en los años sesenta.

No más agradables eran las esencias del apartamento de Gladys, la madre de Norma Jean: comida, charcos de café, ceniza de cigarrillo y objetos quemados (chamuscados).

Se menciona también un incendio que mezclaba varios aromas: pelo quemado, grasa quemándose en una sartén y ropa húmeda quemada con la plancha.

¡De no acabar los ejemplos de olores que se detallan en este libro (933 páginas) que se puede leer con la nariz. En este caso no se pronuncia, se aspira, inhala.

Una obra que se respira. Literatura nasal. Más que leer, se trata de oleer.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote