Una especie de gemido, un lamento gutural.

Eso fue lo que escuché en aquella librería y que llamó mi atención mientras recorría pasillos y revisaba estantes.

No pude evitar que mis dos curiosidades, la humana y la periodística, se aliaran y me empujaran a averiguar de dónde provenía ese sonido.

La respuesta llegó rápido. Se encontraba en la sección de libros infantiles.

El aparente lamento salía de la garganta de una mujer de unos treinta y cinco años, quien, por alguna razón que desconozco, no puede hablar, articular palabras.

Sin embargo, lo que más me conmovió fue ser testigo de la enorme capacidad que posee esa señora para comunicarse con sus dos hijas: una de quizá cinco años y la otra tal vez de dos.

Les hablaba con la ternura.

Sí, hacía uso del lenguaje de las miradas cariñosas y las caricias dulces.

Y el diálogo fluía sin contratiempos.

Me sentí analfabeto, pues era incapaz de entender el idioma con que conversaban aquellas tres mujeres por quienes sentí gran respeto y admiración.

Discretamente, con una dosis de disimulo, contemplé los hermosos y misteriosos trazos de la caligrafía de la ternura…

… las vocales de las córneas…

… las consonantes de las yemas de los dedos…

… el abecedario de la maternidad…

Entonces caí en la cuenta de que no soy tan analfabeto, pues tengo la dicha de ser uno de los cuadernos en los que mi madre, Elizabeth, escribe con el grafito del afecto y la tinta de la sensibilidad.

Viví esta experiencia el día en que compré la novela Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki (1954), escritora canadiense de origen japonés.

Regresé a casa y me senté en el sillón de lectura, pero no empecé a leer el libro recién adquirido; preferí seguir repasando la caligrafía de la ternura de aquella mujer que escribe en las miradas y las pieles de sus hijas.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote