Uno de los troncos que arde en esta hoguera literaria es el de la memoria; me calienta su llama. Se consume también la leña de la nostalgia; escucho su crepitar. No escapa al fuego la madera de la condición humana; me ilumina su luz.

Abro los libros y descubro una erupción de chispas existenciales en los párrafos. Leo las páginas y el humo de las contradicciones enchila mis ojos. Hablo, comento, pregunto, respiro, y la ceniza del misterio revolotea en los capítulos.

Paredes de ladrillo maquilladas con el hollín de personajes tan humanos como inolvidables, pueblos tan celestiales como infernales y familias tan ejemplares como heridas.

El aroma a quemado de la soledad, el fracaso, la tristeza, el rencor, los celos, las apariencias, el qué dirán, la violencia, el silencio, la ausencia, el miedo, la pérdida de la fe, el tortuoso camino de la redención, las bajezas, el misterio, las preguntas nunca hechas o jamás contestadas, el instinto de autodestrucción, la culpa, los moralismos a ultranza y Dios, siempre Dios…

La brasa rojiza de la bondad, el sentido del humor, la ternura, el cariño, la solidaridad, el abrazo, la amistad, el camino que permite volver, la mesa donde se comparte el pan, el corredor de las tertulias, la carta tanto tiempo esperada, el perdón, la comprensión, el progreso que caminaba lento, la gratitud, el amor, siempre el amor…

Cuatro de estas chimeneas publicadas por Galaxia Gutenberg destellan en mi biblioteca: En casa, Gilead, Jack y Lila. Se alimentan con el combustible de comunidades estadounidenses de finales de los años mil ochocientos y principios de los mil novecientos.

Hasta ahora me he acercado más a la pira de las dos primeras de esas novelas, pero a ratos juego con el fuego de las dos últimas; me delatan los pensamientos tiznados, las ideas chamuscadas, la risa ahumada y el llanto en ebullición.

Más que una escritora, Marilynne Robinson es una pirómana de la palabra. Abriga, pero también quema, e ilumina al mismo tiempo que encandila y ciega. Chimenea que atrae y aleja; hay que buscar la distancia adecuada (el eterno dilema del lector).

Y el ascua de la poesía siempre presente. Porque esta autora no se limita a narrar como quien simplemente informa o arma un rompecabezas de palabras. Ella cuenta con gracia y belleza; el sentido estético al servicio del arte.

Tal es el caso de un episodio de Gilead al que yo llamo “el entierro de las Biblias”, tres páginas en las que Robinson da cuenta de un suceso lamentable con maestría y elegancia. Uno de estos días les contaré esa historia en la que también estuvo presente el fuego.

Vale la pena acercarse a la chimenea literaria de Marilynne Robinson. Es justo lo que estoy haciendo en la recta final del 2021.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote