Miércoles 15 de diciembre del 2021. A las 3:50 p.m. me sumo a la fila de adictos al café en el local de Starbucks en el mall Lincoln Plaza.

Todas las mesas están ocupadas.

Delante mío, un hombre evidentemente deportista; calza tenis y viste un pantalón de buzo y una camiseta azul con el logo de la UCR. Mientras hace fila, practica algunos ejercicios.

Las mesas siguen ocupadas.

Detrás mío, dos chicas confundidas que me preguntan cuál es el orden a seguir en la fila. Les explico la orientación de las pisadas adhesivas colocadas sobre el piso.

Ocho mesas en total. Todas ocupadas.

Me pregunto en silencio si quiero un café caliente o si me apetece uno frío. Estoy como las encuestas de intención de voto: empate técnico.

Ninguna mesa se desocupa.

Llego a la caja y uno de los miles de empleados de Starbucks en el mundo me pregunta qué quiero tomar. En ese preciso instante se rompe el empate técnico: Skinny vanilla latte, tamaño Venti, con leche sin lactosa y dos sobres de Splenda.

Una mesa queda libre, pero una pareja se apodera de ella de inmediato.

“¿Algo de comer?”, me pregunta el joven que me atiende. ¿Joven? Más bien parece un carajillo. Me gusta la palabra carajillo, tiene sentido del humor.

TODAS, TODAS, TODAS las mesas continúan ocupadas. Diciembre es tiempo de tertulia. Me gusta la palabra tertulia, tiene calidez.

No pedí nada de comer. Sería gula, consumo impulsivo.

Todo parece indicar que me quedaré sin mesa. Ni modo, caminaré por los pasillos mientras disfruto mi café frío.

¡José! ¡José! Grita la muchacha que preparó mi bebida. Me la entrega y me desea una linda tarde.

Imagino que los clientes están pegados a las sillas con goma loca.

Camino con mi café en la mano, dispuesto a recorrer los pasillos, cuando en eso me llaman de una mesa. “Venga, siéntese aquí. Nosotros ya nos vamos. Yo sé que usted viene a leer; lo sé porque siempre lo veo con un libro en la mano. Yo también vengo a leer”, me dice un tipo con cara de buena persona y que está en compañía de una mujer que sonríe bonito.

Me acaban de ofrecer una mesa. No cualquier mesa, ¡mi mesa favorita!

“Muchas gracias. ¿Usted cómo se llama?” “Mario”. “Muchas gracias, Mario, uno de estos días le devuelvo el favor”. “Disfrute la mesa, supongo que viene a leer”. “Claro que sí, traigo dos libros”. “Hasta luego”. “Nos vemos, muchas gracias”.

¡Buenísima gente, Mario! Un lector solidario. Pensándolo bien, los lectores formamos parte de una comunidad, una especie de cofradía. Cuando nos reconocemos, nos ayudamos.

El Skinny vanilla latte, tamaño Venti, con leche sin lactosa y dos sobres de Splenda estaba muy bueno, delicioso, pero el gesto de Mario fue lo mejor de la tarde.

Me sentí como el título de una de las novelas del escritor británico John Berger (1926-2017): Un hombre afortunado.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote