Cualquiera diría, y muchos le darían la razón, que los inquilinos de los estantes no hablan ni escuchan, pero mi experiencia de vida afirma que uno puede entablar una comunicación profunda con ellos.

En mi caso, los libros son como el mar: me dicen y les digo, me cuentan y les cuento, me confiesan y les confieso, me explican y les explico, me confían y les confío, me adivinan y los adivino.

Si de mi existencia se trata, para ellos no hay secretos ni misterios. Lo saben todo de mí, no solo lo que les desvelo cuando los leo, sino lo que ellos leen cuando me observan y analizan desde el anaquel, la mesa de noche, la mochila, el respaldar de mi cama.

Es una conexión profunda la que nos une y hermana. Los leo entre líneas y ellos descifran mis silencios. Intuyo lo que no me cuentan y ellos desnudan mis secretos. Entiendo los espacios en blanco de sus márgenes y ellos comprenden mis distanciamientos y ausencias.

Una y otra vez me sorprenden, me dejan boquiabierto, me confirman su capacidad para leer el alma humana, sumergirse en las pozas de lo que callamos, encender una tea en las cavernas que protejo con enormes rótulos de “Prohibido el paso”.

Me conocen mejor que nadie y sin embargo no me juzgan, acusan, señalan, condenan ni apartan. Tampoco me someten a interrogatorios ni procesos de confesión; simple y sencillamente, me respetan y aceptan tal cual soy.

Y es que para ellos no existen los conceptos y categorías humanas del bueno y el malo, el santo y el pecador, el inmaculado y el manchado, el ángel y el demonio, el luminoso y el oscuro. Para los libros somos, simple y sencillamente somos.

Me comunico con ellos con toda confianza y tranquilidad pues sé que no van a etiquetarme, encajonarme o atraparme en las subjetivas y cuestionables camisas de fuerza de lo correcto y lo incorrecto.

Si hay un momento en el que no me siento a la defensiva y puedo bajar la guardia es cuando me acerco a un anaquel, saco un libro, lo abro y lo leo.

Con ellos no hay dobles ni oscuras intenciones, cartas bajo la manga ni conejos en la chistera. Tampoco cálculos, señuelos, trampas ni lazos ocultos en la hierba. Son transparentes y auténticos, absolutamente confiables.

Es por eso que con ellos río y lloro, canto y grito, bailo y pateo, abrazo y rechazo, aplaudo y golpeo, acaricio y pellizco, me muestro y me escondo, digo la verdad y miento, elogio y ofendo, brillo y me opaco…

Ante mis libros, los de mi biblioteca, abro sin temor la caja de Pandora de mis fantasmas, demonios, gnomos, cíclopes y ogros. Frente a ellos no tengo porqué fingir o ejecutar el papel de lo que nunca he sido, no soy y nunca seré. José David al rojo vivo, en su versión más cruda y honesta.

En un mundo de tantas apariencias, superficialidades, ingredientes artificiales, filtros de Photoshop, máscaras y antifaces, poses prefabricadas y libretos memorizados, qué bendición es contar con las sinceras amistades de papel y tinta.

¡Qué buenos amigos son los libros! Con ellos somos lo que somos.

José David Guevara Muñoz
Editor de Don Librote